Anatomía de la infamia. Apuntes a propósito del Libro negro del psicoanálisis

            ¿Qué sentido podría tener escribir acerca del Libro Negro del Psicoanálisis (LNP) (Borch-Jacobsen, M. et al., 2007) entre psicoanalistas?

¿Se trata de ahorrarles su tediosa lectura a los colegas, de acercarles una suerte de reseña? ¿O más bien de proponer una serie de contra-argumentos, de respuestas a las críticas para que, juntos, podamos desactivar un artefacto pretendidamente explosivo que de otro modo nos estallaría en las manos? Vale bien plantearse estas preguntas pues aceptar reflexionar a partir del LNP no es la única elección posible: podríamos ignorarlo, considerar su aparición editorial como un ruido de fondo molesto o indiferente, tomar sus reverberaciones en la prensa o los ecos en la palabra de nuestros analizantes como nuevos nombres de la resistencia (de las existencias gozosas de los pacientes frente a la palabra liberadora del analista, de los reductos reaccionarios de la cultura frente al abejorro psicoanalítico).

Vayamos por partes, desbrozando el campo. ¿Debatimos con sus autores? No. Y no sólo por la imposibilidad de una refutación seria dadas las limitaciones de espacio, de tiempo y de fuerzas. (Se trata, al menos en su versión castellana, de 44 autores de distintas nacionalidades, de 652 páginas, de 910 grs. de peso). No sólo porque allí se apelen a todas las estrategias difamatorias posibles, de la traducción malintencionada a la descontextualización más escandalosa, de las lecturas sesgadas a la invención de estadísticas, de la utilización inescrupulosa del testimonio inducido a la conversión de la pretendida deshonestidad de algunos en la marca identitaria de todos, de la manipulación histórica al engaño liso y llano. Todo en un sorprendente tono virulento que desnuda en los matices de su locución el ánimus que inflama a tal libro. Pero no es por eso que no debatimos con sus autores, o no sólo por eso. No debatimos con sus autores porque no aparece allí ningún elemento propicio a una discusión seria. Tanto por su contenido, formato y título como por la operación editorial de su lanzamiento (en Francia y en Argentina al menos) el LNP aparece más bien como un pastiche de campaña destinado a capturar la simpatía y el voto de candidatos a terapeutas y futuros pacientes con un arsenal de argumentaciones falaces y contradictorias en que la conclusión precede (y a veces sustituye) a las pruebas.

A propósito, vale la pena recordar aquí al gran historiador de la antigüedad, Pierre Vidal-Naquet, cuando se preguntaba si convenía discutir con sus pretendidos colegas, los llamados “revisionistas”, que negaban la existencia de las cámaras de gas nazis. Rebatir sus argumentos, pensaba, les obsequiaba a sus portadores una dignidad teórica de la que carecían, ponía en pie de igualdad a investigadores documentados y a testigos sobrevivientes del horror con fanáticos envenenados de racismo. Pretendiendo desestimar las críticas, podía terminar legitimándolas como “la otra campana”. Ahora bien, ¿eso significaba ignorarlos, dejar espacio para que alguien recite el consabido “quien calla otorga”? Nada de eso. Vidal-Naquet lo resolvía así: “se puede y se debe –decía- discutir acerca de los ‘revisionistas’, se pueden analizar sus textos tal como se hace la anatomía de una mentira; se puede y se debe analizar su lugar específico en la configuración de las ideologías, preguntarse el porqué y el cómo de su aparición, pero no se discute con los revisionistas” (Vidal-Naquet, 1994, p. 15).

Psicoanálisis del Libro Negro del Psicoanálisis.

Entonces de lo que se trata en primer lugar es de poner en evidencia, más que lo que se dice, el lugar desde donde se lo dice. Son sus condiciones de enunciación, más aún que sus enunciados, las que exudan ese tono conspirativo y de escasas miras que los autores del LNP enrostran a los psicoanalistas, a su criterio una caterva de charlatanes, delincuentes y falsarios que han expropiado la inocencia a los niños, el sueño a las madres o la dignidad a los homosexuales.

¿Y cuáles son las condiciones de su enunciación? Veamos. Si quisiéramos saber de qué trata este libro echando una mirada a su índice, veríamos dibujarse allí la estructura de lo que pretenden sus editores. Podríamos ponerle un nombre: “Juicio a Freud y sus secuaces[1].

Primero el título: El Libro Negro del Psicoanálisis. La editorial francesa Les Arènes (amarilla, como su nombre sugiere), responsable de la edición original que toma como modelo la versión castellana, se especializa al parecer en “libros negros” de tal o cual tema. Cabe pensar que aunque no sea leído (quizás sea un libro para no ser leído), la sola circulación del sintagma libro negro del psicoanálisis, logra algo de su cometido (veremos cuál es). Por las dudas, el subtítulo Vivir, pensar y estar mejor sin Freud, despeja cualquier eventual malentendido. Freud será aquí el responsable del malestar que denuncia y se anuncia así el programa de la obra, veredicto incluido. Como en los antiguos juicios de hechicería que evoca Roudinesco (2005), el juicio es una mera formalidad legal: ya se sabe quién es el culpable.

En el prólogo, Catherine Meyer, la responsable de la edición, verdadera autora de un libro que, del tamaño de una obra de consulta, se revela más bien como el anuario de una revista de actualidad, nos presenta a sus fiscales: Mikkel Borch-Jakobsen, filósofo e historiador, Jean Cottreaux, psiquiatra pionero en las terapias cognitivo-conductuales, el psicólogo clínico, también cognitivista, Didier Pleux y Jacques Van Rillaer, quien conoce al psicoanálisis “desde adentro”, pues fue al parecer psicoanalista antes de “desconvertirse” y preparar sus dardos contra Freud. Allí, en el prólogo, se le enseña al jurado cómo han de escucharse los argumentos contra el psicoanálisis. Todo lo que hay que saber se encuentra allí.

La primera parte: La cara oculta de la historia freudiana, nos pone al día acerca de los antecedentes del caso, las supuestas mentiras de Freud, su oportunismo teórico, la falsedad de sus historiales y la inocuidad, cuando no el perjuicio implicado en su clínica. Luego viene la segunda parte: ¿Por qué el psicoanálisis tuvo tanto[MH1]  éxito? Pues está bien claro, ¿se ocuparían sus detractores del psicoanálisis si éste no hubiera logrado el lugar que tiene en la cultura occidental? Seguramente no. Junto a la sección anterior, se trata de apartados para desarmar al oponente, preparando el terreno para lo verdaderamente importante, el alegato final. A tal fin se presentan artículos, resúmenes o charlas publicados anteriormente por historiadores, más que nada anglófonos, pretendidos “revisionistas” del psicoanálisis, adalides de las freudian wars, llamados en Estados Unidos “los destructores de Freud” y actualmente marginados por la virulencia de sus posiciones (Roudinesco, 2005), cuyas invectivas evocan más la pasión del fundamentalista que la paciente objetividad del historiador.

Luego de roturado el terreno con los antecedentes del caso, la tercera parte (El psicoanálisis frente a sus impasses) deja atrás la historia para cuestionar al psicoanálisis como disciplina científica y como práctica terapéutica, e incluso como instrumento de conocimiento. Anticipándose a las críticas, desnuda las defensas de los psicoanalistas, los anticuerpos que han desarrollado frente a aquéllas. Es interesante observar que si los freudianos, al decir de uno de los autores del LNP han desarrollado tantos y tan aceitados mecanismos de defensa, es porque los ataques no son nuevos, porque el psicoanálisis ya ha sido expuesto, de hecho desde sus comienzos, a las diatribas de críticos del más variado porte, eclesiástico o científico, moral o ideológico. O sea, nada nuevo bajo el sol. No obstante, la idea es invalidar, previéndolos y denunciándolos, los argumentos de la defensa, en caso de que la hubiera. No es necesario. Sabemos de la culpabilidad del acusado antes de comenzar.

Luego viene la cuarta parte, donde los ánimos se caldean. Los autores citan a declarar a los heridos (Las víctimas del psicoanálisis). Conviven aquí testimonios reproducidos, a veces de forma anónima, a veces nominada, de personas lastimadas que han transitado sin suerte alguna por consultorios pretendidamente analíticos, o familiares de pacientes supuestamente maltratados por psicoanalistas, con revisiones de casos históricos o acusaciones masivas sin responsables ni pruebas, es decir, infamias, como la acusación de haber contribuido a la muerte de miles de individuos por retardar otro tipo de tratamientos.

Abandonemos toda ironía en este punto: lejos está de nuestro ánimo disimular las bajezas o impericias o conductas delictuales en las que puedan incurrir algunos psicoanalistas[2]. Cabe denunciarlas si configuran un delito. Es la manera y el soporte de la crítica lo que las constituye en infamia: generalizada a toda la disciplina y sus oficiantes, sin pruebas, utilizando para fines non sanctos a sujetos sufrientes convocados obscenamente a testimoniar[3] acerca de sus pérdidas y fracasos. A dar prueba también, en los happy ends con que culminan muchos de los relatos, del momento en el que definitivamente vieron la luz luego de tanta oscuridad. Punto que nos lleva a la quinta y última parte del libro: Hay vida después de Freud.

Cualquier buen lector de novelas policiales sabe que lo primero que hay que preguntarse ante un crimen, si de encontrar al culpable se trata, es quién se beneficia de él. Los autores del LNP pretenden haber despachado ya al psicoanálisis (si bien contradictoriamente, pues a la vez que se presenta nuestra disciplina como agonizante se movilizan tantas y tales argumentaciones en su contra que cabe pensar en que consideran al psicoanálisis como un adversario de fuste, con fuerzas suficientes aún) y no hay que ser demasiado imaginativo para adivinar quién será el beneficiado una vez que Freud y los suyos hayan desaparecido del campo de batalla. Basta seguir leyendo: hay una redención posible, y es la que advendrá de la mano de la psicofarmacología y las terapias cognitivo-conductuales.

Si el LNP constara de las tres primeras partes solamente, no pasaría de ser un compendio de artículos críticos que, pese a unos cuantos exabruptos, se mantendría en el campo de una apasionada controversia histórica o epistemológica. Nachträglich (a posteriori) sin embargo, desde lo que sale a luz al final, se lee de manera más certera lo que sucede antes y el libro entero no revela más autoridad científica ni amor a la verdad que un folleto de medicamentos.

No sólo la estructura, sino el tono de las acusaciones también remite a la ambición higienista, inquisitorial, de purgar de psicoanálisis las mentes de los pacientes, las producciones de la cultura, la historia de las ideas del siglo que acaba de terminar. Es un tono que muestra en la intensidad de lo que dice la implicación subjetiva de quienes critican, su extraño odio que debiera despertar nuestra perplejidad. Desnuda una operación editorial claramente destinada a cambiar el mapa de las transferencias del público hacia el psicoanálisis.[4]

La muerte de Dios.

Que no haya margen para malos entendidos: los psicoanalistas son considerados en su conjunto como corruptos, charlatanes y poco menos que un peligro público. Pero en especial son las figuras de J.  Lacan, de F. Dolto, B. Bettelheim, y principalmente la de Freud las que resultan atacadas con más encarnizamiento en el LNP. Freud es allí acusado de misógino o plagiador, de codicioso o mentiroso, de obseso sexual o cocainómano. Pese a lo que se sugiere, el psicoanálisis no precisa de visiones míticas de su fundador para funcionar: “…se sabe que Freud –confía con honestidad E. Roudinesco- se equivocó muchas veces cambiando de teoría, y si se ha comprobado que sufrió numerosos fracasos terapéuticos, es al mismo tiempo evidente que fue a la vez un sabio remarcable, un clínico genial, un burgués conservador y un mâitre à penser autoritario, intransigente y a menudo dogmático” (Roudinesco, E., 2005a).

El 29 de noviembre de 1993, la revista Time titulaba con provocación: ¿Is Freud dead? (¿Está Freud muerto?). En verdad, era la versión remozada de otra tapa de la misma revista, que también diera que hablar, la del 8 de abril de 1966, que se preguntaba: ¿Is God dead? (¿Está Dios muerto?). Como preludio o más bien campaña editorial previa al lanzamiento del LNP, tanto en Francia como en Argentina, comenzaron a aparecer en las portadas de revistas o en las primeras planas de periódicos locales afirmaciones apocalípticas similares (Horenstein, M, 2005) (Leivi, M., 2006).

Se pregona la muerte del psicoanálisis casi desde su nacimiento, pero nadie malgasta cientos de páginas y portadas de publicaciones masivas en anunciar la muerte de una disciplina que no esté bien viva. Nadie titula: La alquimia va a desaparecer o ¿El fin de la sastrería a medida? Resistiendo los vaticinios, el psicoanálisis –tanto como Dios-, se empeña en sobrevivir.

Podría no ser así, cómo no. Podríamos pergeñar, como si se tratara de una fábula de ciencia ficción, un mundo sin psicoanálisis, un mundo a la medida de los deseos de los autores del LNP. ¿Cómo sería ese mundo? ¿Podemos imaginarnos un mundo sin los descubrimientos freudianos acerca de la sexualidad infantil, de los vasos comunicantes entre la patología y la vida cotidiana, del lazo ineludible de malestar y civilización, del valor y sentido de los síntomas o de los poderes indelebles de la palabra y la escucha? Un mundo feliz así es difícil de concebir. El psicoanálisis ha penetrado capilarmente a tal punto la cultura occidental que es inverosímil imaginarla sin él. Es difícil concebir incluso un LNP, y no sólo por las razones obvias que no existiría la disciplina a criticar, sino porque, lo sepan o no, buena parte de las argumentaciones en las que se basan sus detractores tienen como supuestos  a algunas de las invenciones o descubrimientos del psicoanálisis, de sus aportes a la cultura o al saber, clínico o no, de nuestro tiempo.

¿Significa esto que el psicoanálisis debería estar omnipresente, excluyendo cualquier manera alternativa de pensar o de intervenir ante el sufrimiento psíquico? No creemos que ningún psicoanalista aspire a eso. Ni siquiera a negar el derecho a la existencia a los psicofármacos o a las terapias conductuales, a los que eventualmente, en casos apropiados, incluso podrían apelar. Sabemos bien de las reticencias de Freud a la posibilidad de que el psicoanálisis deviniera una Weltanschauüng (Concepción del mundo).

Pero aún deseando que el psicoanálisis se convirtiera en pensamiento único, sería imposible. El psicoanálisis no puede ser, por estructura, un discurso dominante. Y no lo es aunque aparezca con una fuerte presencia en las universidades u hospitales, en los medios de comunicación o en el habla cotidiana. Es un discurso subversivo por definición, incómodo e incomodante y algo recupera de sí, algo se sustrae a la modorra del psicoanálisis devenido profesión cuando despierta tantas pasiones.

¿De qué sujeto se trata en psicoanálisis? La ética del fracaso.

Así como puede leerse el LNP como el intento de despojar al psicoanálisis de toda respetabilidad científica, se lo destierra también de las mieles del “éxito”: se niegan sus descubrimientos doctrinarios, sus aportes a la cultura y por supuesto, se denuncia el fracaso de sus curas.

Casi todos los casos relevados en el LNP, en cambio, tienen por suerte final feliz. Luego de naufragar en las aguas turbias del psicoanálisis y su madeja de interpretaciones fallidas, teorías desquiciadas o diagnósticos jamás pronunciados, encuentran la cura de sus males en los tratamientos cognitivo-conductuales, en la utilización de psicofármacos específicos (tan específicos que algunos casos parecen estar esponsoreados por tal o cual laboratorio) o en los precisos límites de un diagnóstico DSM-IV. Los testimonios abundan: algunos pacientes se pacifican al poder nombrarse, como ejemplifica uno de ellos: “soy bipolar”. Otros en poder agruparse bajo una misma etiqueta: “ soy de Aftoc o Mediagora”, (asociaciones de pacientes aquejados por trastornos obsesivo-compulsivos o fobias). Frente al alivio que les procura una identidad ortopédica anclada en sus síntomas, explotada livianamente por los abordajes terapéuticos que el LNP propicia, el psicoanálisis sólo puede ofrecer, al respecto de la identidad, una pregunta abierta.

Preguntas en vez de respuestas, eso ofrece el psicoanálisis que alberga a un sujeto que por supuesto no es el mismo sujeto del mercado, que ciertos tratamientos parecen querer restaurar a la mayor brevedad posible, ni el de los paraísos artificiales del Ritalin y el Prozac, ni el de los diagnósticos codificados hechos a la medida de las familias de medicamentos disponibles[5], ni el de las terapias al uso LNP, esos abordajes que en sus fundamentos, aún presentándose como avances de la ciencia, son en verdad pre-freudianos. Maneras pre-freudianas de enfrentarse con el sufrimiento psíquico y con la infelicidad en la cultura[6].

El sujeto del psicoanálisis es un sujeto residual, ese sujeto que, por no poder ubicarse, se agolpa en los ítems “no especificado” de los manuales estadísticos o el que reaparece en los intersticios de las más variadas construcciones teóricas, el “ ‘cerebro difuso’ como principio de indeterminación en la neurobiología”, las “ ‘contingencias de reforzamiento’ en la psicología conductista”, o una ‘actividad endógena o robótica’ en la teoría de la comunicación” (Maleval, J.-C. et al., p.65). Ese sujeto que insiste, que no es apresable sino de manera fugaz, y advenediza, sujeto del inconciente no en tanto amo del mismo sino sujetado a él, particular, no agrupable, ese sujeto evacuado de la Ciencia y del Mercado es el que el psicoanálisis recupera. 

Los autores del LNP parecen decir a los psicoanalistas, una vez descontados los insultos: el psicoanálisis ha fracasado, el psicoanálisis fracasa en cada caso que aborda, y por ello no tiene razón de existir. Y aquí quizás haya que darles la razón, al menos en parte. Veamos: si pretendemos evaluar[7]el psicoanálisis a partir de la disolución de síntomas o de la eficiencia (entendida como relación entre los recursos –tiempo, dinero- destinados y los “objetivos” alcanzados), por ejemplo, no podríamos competir –en caso de poder ser “evaluados”-, ni con las terapias neo-conductuales ni con los abordajes psicofarmacológicos. Ahora bien, frente a esta descalificación, ¿deberíamos esforzarnos en demostrar que no es necesariamente bueno disolver un síntoma demasiado pronto, o deberíamos mostrar cómo los abordajes al estilo LNP producen lobotomizados modernos, sujetos, asintomáticos o no, no importa, pero vaciados de cualquier subjetividad, o quizás acercar algunas estadísticas al respecto de los suicidios inducidos por medicamentos o por curas “espectaculares” de anorexias, o quizás citar a declarar a quienes han hecho una verdadera experiencia del inconciente tendidos en un diván, a que cuenten ese margen de libertad que les han procurado sus análisis, esos virajes subjetivos en los que se juega muchas veces un destino? Nada de eso. Recordemos que no se discute con canallas.

Mejor recoger el guante y aceptar que el psicoanálisis encierra quizás una cierta ética del fracaso. Un psicoanálisis cuyo fundador tuvo el coraje de admitir que se contentaba (y no lo consideraba poco) con lograr transformar una miseria neurótica en infortunio corriente. En el que, en cualquiera de sus vertientes teóricas, el final de una cura se relata en términos de tristeza, de pérdida, de aceptación de cierta incompletud (frente a ello, la estridente satisfacción de sí mismos de los “curados” por otros tratamientos debería despertarnos cierta envidia…).  Un psicoanálisis en el que quien desee practicarlo deberá tomar primero la misma medicina que luego habrá de prescribir a otros[8], lo que implica haber renunciado a las imposturas y a cualquier beneficio implicado en ocupar el lugar de Amo-psicoterapeuta y asumir el íntimo fracaso de cada uno, aquél que lo llevó a plantearse el deseo de ser analista.

Si hay progreso en psicoanálisis, es porque éste constituye una disciplina del fracaso, porque no se amedrenta ante los impasses teóricos o clínicos sino que es a partir de éstos que realiza sus refundiciones teóricas o revisa su técnica. Es el psicoanálisis la disciplina de lo que no funciona, no para hacerlo funcionar sino para que a partir de una disfunción fundamental una existencia deseante y creativa –quizás también, aunque no necesariamente, menos sintomática- sea posible.

Y éste, el del fracaso y la exclusión, ha sido siempre el destino del psicoanálisis y de sus oficiantes. Fue el de Freud, quien debió ocuparse de los restos que arrojaba la Ciencia Médica de su tiempo, de desechos, de neuróticos considerados deficientes o degenerados, de locos sin remedio a quien nadie escuchaba, de funciones expulsadas de la conciencia como sueños o fallidos. Fue el fracaso y no el éxito lo que llevó a Freud a retomar la posta de Breuer, a avanzar, luego de su fallida writing cure con Wilhem Fliess, en la invención de la disciplina que más ha podido precisar de la especificidad humana en el último siglo. Es el fracaso, como bien recuerda N. Braunstein, del análisis de Lacan con Löewenstein “lo que anima y sostiene la pregunta por lo que no anduvo” (Braunstein, N., 1994, p. 30). Calquier analista sabe que “nuestros errores, en general, nos enseñan más que nuestros éxitos con la condición de que se los reconozca como errores”(Mannoni, O., 1976, p.18)Y aún en el caso de que el LNP fuera un inventario de los errores y fracasos del psicoanálisis, de sus eventuales inconsistencias, una denuncia de sus vicios y de sus bajezas, ésta no sería más que la oportunidad de un nuevo relanzamiento, de una reafirmación de su ética -que no es la convencional ética del Bien-, de una renovación crítica de la teoría y del método, de una reinvención, tal como se reinventa el análisis y el analista en cada caso, en cada intervención.

Restaría desear que estas líneas no caigan en manos de alguno de los autores del LNP quien, imaginemos por un momento, se apresuraría a citarlas para advertir al público: “¡psicoanalistas reconocen su fracaso!, ¡si desea fracasar en la vida, consulte a un psicoanalista!”. Es el fracaso que se esconde tras el triunfo lo que se revela en un verdadero análisis, uno que llega a donde hay que llegar. Así se desprende del recomendable relato de una cura, la del escritor Pierre Rey[9] (Rey, P., 2005), contada por su cuenta y riesgo, sin que medie el pedido de ningún editor-psicoanalista. Así podría responderse psicoanalíticamente a las infamias: frente a ficticios porcentajes de “éxitos” terapéuticos, el relato de un verdadero análisis (de uno en uno, así son verdaderos los análisis).

Si somos de alguna manera definidos desde el lugar del Otro, algo del psicoanálisis se resitúa a partir de lo que se desgrana de este LNP. El Otro aquí es en verdad el Otro de siempre del psicoanálisis, apenas remozado: las tecnologías de la conducta y de la conciencia, la religión cientificista, el pensamiento único disfrazado de pensamiento crítico y plural. Así, luego de ser acusado de ciencia judía y bolchevique por los nazis, de ciencia burguesa por los estalinianos, de obscena por la Iglesia católica, de ciencia ‘boche’ por los franceses y de ciencia latina por los nórdicos, el psicoanálisis viene a ser una ciencia cristiana según los nuevos partidarios del cientismo” (Roudinesco, E., 2005). O directamente, de no ser ciencia, cosa que no nos parece especialmente preocupante, si hacemos la salvedad de que el psicoanálisis es una praxis que puede no ser “científica” sin por ello convertirse en superchería o religión, y en ella la ética no es un accesorio sino el corazón mismo del método.

Lejos está de estas líneas ensayar una defensa corporativa de Freud, del psicoanálisis o de sus instituciones o practicantes. De hecho, en muchas oportunidades los psicoanalistas no hemos estado a la altura del descubrimiento freudiano, convirtiendo en profesión o repetición lo que para Freud debía ser una tarea de incesante invención, alojándonos en instituciones que no siempre han tenido la dignidad que su época les pedía, entrampándonos en jergas y rituales de iniciación que ocultaban más que mostrar, sumiéndonos en interminables disputas teórico-institucionales, querellas narcisistas o miopías ideológicas. Ni más ni menos que entre otros grupos humanos, entre los psicoanalistas existen sujetos cínicos, codiciosos o perversos para los que el silencio de una pretendida neutralidad analítica no es más que una pantalla. Pero se trata en su mayoría de pacientes clínicos e investigadores del inconciente, rastreadores de una verdad siempre única y nunca revelada del todo, solitarios escuderos de quienes tienen el coraje de enfrentarse a sí mismos recostándose en divanes que, según parece, no hacen más que estorbar el avance irrefrenable de una razón supuestamente científica

Pero es esta clínica de lo singular, mal que le pese a muchos, la que ha revelado ajustarse como ninguna a las particularidades del sujeto humano; y de esta clínica de cuyo seguimiento minucioso, junto a cada paciente, de una manera más tributaria de lo artesanal que de lo industrial, los psicoanalistas hacemos profesión de fe. Una clínica sin otra pretensión que la de embarcarse en la búsqueda de la verdad de cada uno. Y es la verdad –y quizás aquí se sitúe nuestro radical desencuentro con los negros detractores del psicoanálisis-, la que brilla por su ausencia en las ponencias petardistas de la jauría antifreudiana.

Bad publicity is still publicity, decían los Rolling Stones, y sonríen los editores del LNP mientras contribuimos a sus difundir su libelo. Pero bueno, también puede aplicársele ese slogan al psicoanálisis mismo. Un psicoanálisis que sigue siendo reconocido como la peste[10] y que debemos preservar así: revulsivo, subversivo, vital y viral, criticado, crítico y en crisis, siempre en riesgo de ser excluido de su precaria integración como profesión burguesa. En ese sentido, los ecos del  Libro Negro del Psicoanálisis, se confunden en nuestros oídos maliciosos con el Ladran, Sancho, jamás pronunciado por Don Quijote. Sin duda, y aún debiendo pagar todos –analizantes y analistas- un precio por ello, es señal que cabalgamos.

Referencias:

Borch-Jacobsen, M. & Cottraux, J. & Pleux, D. & Van Rillaer, J. (2007) El libro negro del psicoanálisis. Vivir, pensar y estar mejor sin Freud. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.

Braunstein, N. (1994) Freudiano y lacaniano. Buenos Aires: Manantial.

Freud, S. (1930) El malestar en la cultura. En Strachey, J. (2001) Sigmund Freud Obras Completas. Tomo XXI. Buenos Aires: Amorrortu Editores.

Horenstein, M., (2005) Nueve razones para terminar en el infierno. Presentación del número 3 de Docta-Revista de Psicoanálisis (inédito).

Leivi, M., (2006) Los 150 años de Sigmund Freud (inédito).

Maleval, J.C. & Ottavi, L. (1993) La acentuada tentación de mortificación del sujeto en el discurso de la psiquiatría. Vertex. Revista Argentina de Psiquiatría, Volumen IV N° 11, 61-73.

Mannoni, O. (1976) El diván de Procusto. En J. Mc Dougall, J. et al. (1991) El diván de Procusto. Buenos Aires: Nueva Visión.

Rey, P. (2005) Una temporada con Lacan. Buenos Aires: Letra Viva.

Roudinesco, E. Nota de lectura y comentario del Libro negro del psicoanálisis. 2005, 29 de agosto. Asociación Latinoamericana de Historia del Psicoanálisis. http://www.alhp.org  [2007, abril 4]

Roudinesco, E. (2005a) Pourquoi tant de haine? – Anatomie du livre noir de la psychanalyse. Paris: Navarin.

Vidal-Naquet, P. (1994) Los asesinos de la memoria. México D.F.: Siglo Veintiuno Editores.


[1] Podríamos sugerirlo, por qué no, para el título de un eventual segundo tomo del LNP…

[2] Pero, ¿hay que imputar al Psicoanálisis como disciplina o a Freud como su fundador el mal uso, las confusiones diagnósticas, las intervenciones salvajes, la ceguera o la deficiente formación de unos pocos o muchos “analistas” (algunos de los cuales, cabe pensar, quizás debidamente reacondicionados,  pasarían a engrosar las filas de los terapeutas cognitivo-conductuales)?

[3] ¿Habrán elegido estos casos en muestreos aleatorios, en todo acordes al método científico propugnado?

[4] Y quizás eso justifique debatir acerca de este LNP no sólo entre analistas sino también ante la opinión pública.

[5] Así lo han hecho notar J.-C. Maleval y L. Ottavi (1993, p.69-79): existe una “clínica del medicamento”, que tiende a distinguir sólo tres grandes tipos de trastornos: ansiedad, depresión y psicosis, en correspondencia con las grandes categorías de medicamentos psicotrópicos: ansiolíticos, antidepresivos y neurolépticos (antipsicóticos).

[6] Tal el título primitivo de El malestar en la cultura (Freud. 1930).

[7] Y ésta es una palabra clave, pues la aparición del LNP en Francia tuvo por contexto la evaluación de las psicoterapias y su grado de “efectividad”, en aras de la regulación de las prácticas desde el poder público.

[8] Habría que preguntarles a los defensores acérrimos de las TCC y las soluciones medicamentosas si estarían dispuestos a hacer lo mismo…

[9] De quien se mofa con ignorante desprecio uno de los autores del LNP.

[10] Aún cuando la célebre frase (“no saben que les llevamos la peste”), atribuida a Freud al llegar a EEUU, al parecer jamás haya sido pronunciada.


 [MH1]El libro de Onfray parece una continuación de estas dos partes