El psicoanálisis y su misterio

Una pequeña anécdota

Quiero contarles una consulta que podríamos llamar postmoderna, y que me hizo pensar en el título de esta conferencia. Quien consultaba era un amigo mío, arquitecto inteligente y culto, alguien que perfectamente podría haber consultado a un psicoanalista, y de hecho lo había hecho. Pero en este caso no fue así. 

La consulta en cuestión fue dirigida a una bruja, una bruja célebre digamos. Una bruja que llegó a ser tapa del New York Times, donde se le dedicó una nota como “la bruja de Menem”. Haber sido la bruja de un presidente argentino la hizo célebre, pero no es el único de los políticos que la consultan (dice que todos lo hacen). A ella se dirigió mi amigo, a quien hacía algunos años que nada le salía bien.

Había vuelto a divorciarse y su vida afectiva solo sumaba problemas, con las mujeres y con los hijos de sus dos matrimonios. Se dedicaba a una rama muy precisa y competitiva de la arquitectura, y pese a haber hecho obras importantes estaba casi sin trabajo. Su vida era un verdadero desastre cuando decide consultar. 

Intrigado -mi amigo, pensaba, es un hombre híper racionalista y no pertenecía a un grupo social en el que consultar a brujos fuera habitual- le pedí detalles de la consulta, y me la describió: dice que casi no tenía turnos pues viajaba permanentemente. Cuando logró que lo recibiera, lo hizo en un departamento muy ornamentado, casi oriental, pintado de color obispo, con cortinados pesados y muchos cuadros y objetos en los que predominaban los colores violeta y dorado. Algunos sahumerios desprendían fuertes aromas que invadían el ambiente. Mi amigo me dijo que la bruja era una mujer que irradiaba un extraño magnetismo, de belleza exótica y ojos claros y penetrantes, resaltados con un delineado generoso, como si tuviera un antifaz pintado. Estaba vestida con una bata de seda y mi amigo, al verla, tuvo frío del miedo. Lo hizo sentar frente a una mesa donde le tiró las cartas y le hizo escribir de puño y letra sus datos, desde una extraña mezcla de distancia y cercanía -“charlaba como si fuera tu mamá”, me dice mi amigo- pero era como la pitonisa de Matrix. Le dio unos consejos y a partir de ahí le propuso iniciar un “trabajo” de brujería, para el que lo citó dos o tres “sesiones” más. 

A la hora de preguntarle por los honorarios, la bruja le dijo que debía volcar el bienestar que adquiera en ayuda para la gente; y le pide además $10.000 de ese entonces, una pequeña fortuna que mi amigo no estaba en condiciones de pagar. La bruja le dice a mi amigo: “me pagás como y cuando quieras, no te voy a perseguir”. Obviamente, jamás se le hubiera pasado por la cabeza a mi amigo no pagarle, del miedo que le daba, pensaba -me contó- que podía llegar a caerle un rayo encima si no lo hacía… 

Si tuviera que escribir la epicrisis del historial de mi amigo -como hacía Freud- les contaría que, desde que consultó, según él mismo, su ánimo cambió: no paró de trabajar, ganó concursos de arquitectura, encontró una nueva pareja y reconstruyó la relación con sus hijos, al punto que acaba de volver de un viaje a Europa con ellos. La pequeña fortuna que pagó por su consulta es insignificante en relación a su ganancia.

¿Por qué les cuento esta historia?, se preguntarán. No está en mi deseo -al menos por ahora- proponerles un cambio de oficio y que abandonemos el arduo territorio del psicoanálisis para convertirnos en brujos, chamanes o parapsicólogos. Solo me interesa llamar la atención de algo que creo que tiende a perderse en psicoanálisis y que es el resorte de su eficacia, algo que Azucena Agüero Blancha -la bruja de Menem- maneja muy bien y que no creo que haya que descartar reduciéndolo solamente al viejo mecanismo de la sugestión, que por supuesto opera en el caso de mi amigo.

De algún modo les propongo, al contarles esta pequeña anécdota sobre una consulta contemporánea, la de alguien que había visitado antes a psicoanalistas incluso, con mucho menos rédito, reflexionar acerca del psicoanálisis y su misterio.

La pérdida del misterio

Consultar hoy a un psicoanalista, en muchos de nuestros países, es un asunto banal, poco más misterioso que acudir a un odontólogo.

La globalización del psicoanalista como profesional, su presencia cada vez más cotidiana en las ciudades, sumado quizás al afán cientificista de muchos colegas que anhelan luces y prestigio, la creciente presión legal que obliga a consentimientos informados y adecuación a estándares de seguros de salud, entre muchos otros factores, conspiran contra un elemento misterioso inherente a la función analítica.

No me refiero aquí al misterio como insumo esotérico ni como vil impostura. Tampoco a la intriga que logra cautivarnos en una novela negra o en un thriller policial, aunque algo así no esté del todo ausente en los análisis. Me refiero más bien a la opacidad, a la extrañeza que inviste al psicoanalista y lo ubica en un lugar transferencial adecuado para generar efectos terapéuticos.

La pérdida progresiva del misterio que rodea a un análisis y su oficiante es responsable, en alguna medida, por el declive de las transferencias hacia el psicoanálisis en muchas sociedades. Claro que revestirse de algún misterio propicia los efectos sugestivos, aprovechados por muchas terapéuticas tanto como por líderes políticos y religiosos, pero no son esos los que interesan al psicoanalista. Sabemos que nuestra práctica descansa en la instalación y el manejo de la transferencia, y en la utilización de ésta para la producción de efectos de verdad. Si hay misterio en el analista es para favorecer, vía investidura transferencial, el encuentro con los misterios de cada uno, con las encrucijadas subjetivas que han devenido sintomáticas. El misterio al servicio de la investigación, y una buena investigación analítica, por estructura, ha de desembocar no en la perpetuación del misterio sino en su disolución.

La penumbra en que el analista como persona permanece para su paciente no tiene por objetivo solamente no contaminar las asociaciones con un factor demasiado personal. También sirve para disimular el carácter humano, demasiado humano muchas veces, del psicoanalista. 

Ciencia y misterio

Si el análisis ha perdido algo de su misterio original, quizás haya sido -entre otras cosas- por la fascinación que despierta la ciencia. Y la ciencia se ocupa de disolver misterios, no de instalarlos.

¿Qué hace la ciencia frente al misterio? Frente al misterio de la procreación, esclarece el modo en que los gametos se congenian para hacer que la especie se reproduzca. Frente a misteriosos hallazgos de flora y fauna similares a ambos lados del océano, el científico postula una teoría donde ambos continentes estuvieron alguna vez unidos. Frente al misterio de una corona dorada cuyo propietario no sabía si estaba hecha o no solo de oro, Arquímedes postula su famoso principio (todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje de abajo hacia arriba igual al peso del fluido desalojado). Y lo hace casi con un grito de guerra: ¡Eureka!que significa “lo he descubierto”. Ese grito que pronuncia Arquímedes antes de salir desnudo a la calle es el momento en que un misterio deja de ser tal, y se asemeja bastante a un momento de epifaníaen la literatura o al llamado satori, la iluminación en el budismo zen japonés incluso a la exaltación de alguien en quien se produce un insighten un análisis. 

La ciencia se complace en disolver misterios, se define por iluminar lo oscuro y su prestigio se mide por la intensidad de la luz que arroja. Por eso es siempre mayor en la ciencias duras que en la ciencias humanas, es mayor el prestigo de Newton o Darwin o Arquímedes que el de Freud o Bourdieu o Foucault pues sus descubrimientos son reproducibles y verificables, son más contundentes y tienen consecuencias prácticas, en la técnica, asombrosas.

El campo de la ciencias humanas permite menos la experimentación que el mundo físico; por eso es siempre refractaria al campo de lo subjetivo siempre excluido que corresponde al psicoanálisis y para cuyo estudio cabe mejor la noción de experienciaque la de experimento. La ley se detiene ante cada sujeto, que estudiamos siempre en lo que tiene de excepcional.

El psicoanálisis pensado como experienciaimplica un misterio mientras que el psicoanálisis como experimento-en una mímesis de otras disciplinas- implica, más que su elucidación -lo cual no estaría mal- su dilución.

Tanto la ciencia como el psicoanálisis precisan de las preguntas, pero ahí donde la ciencia requiere respuestas, aún tentativas y provisorias en forma de  hipótesis a contrastar, el psicoanálisis elige hacer nacer preguntas de las preguntas. Y para ello es imprescindible el misterio, encarnación de todas las preguntas.

Entonces, al final de un análisis, habrá de disolverse, con suerte, la ligadura transferencial y el analista pasará de ser un misterioso destinatario de todas las preguntas a ser menos que nada, apenas un resto excretado de la experiencia. Como sucede hasta en los mejores thrillersy en lo más suculento de la narrativa policial, nunca la resolución del misterio está a la altura del misterio mismo. Siempre al final -de una novela, de una película, pero también de un análisis- nos encontramos con una desilusión.

Pero lo que al final debe caer, al principio debe existir, y no hay literatura ni cinematografía ni psicoanálisis posibles si no se instaura y cuida un misterio inicial. Y todo conspira para que el analista continúe revestido de ese aura de saber sibilino, de ese aire oracular, de su ajenidad a las veleidades y motivaciones mundanas, de esos rasgos que lo ubican en un lugar entre monje, adivino y sabio frente al cual pueden decirse sin riesgo las cosas más absurdas o peligrosas. Si bien es difícil hablar de lo íntimo con un extraño, hay cosas que solo pueden decirse ante un extraño. Y nada como un extranjero para figurar esa extrañeza en estado puro.

La ciencia presupone la asimilación progresiva del misterio a lo conocido, la iluminación de las zonas oscuras, desconocidas. A la vez, en el mismo momento en que ilumina una porción del mundo, aparecen las penumbras adyacentes. Así se desarrolla el conocimiento científico, sea de modo progresivo, sea a través de verdaderos saltos epistemológicos, cambios de paradigmas, revoluciones intelectuales incluso. La ciencia se orienta a partir del misterio, de lo que no se sabe, de las preguntas -lo que no se sabe, dice Kornhblitt, no son las respuestas sino las nuevas preguntas-y avanza reduciéndolo. Si bien al reducirlo descubre nuevas zonas de misterio, su ideal sería un punto de llegada donde el misterio se licuaría. Como todo ideal, quizás sea un imposible.

Cuando el psicoanálisis se alinea en exceso con la ciencia, entiendo que pierde parte de su poder. Por un lado, pierde el misterio; por otra parte, por más que la práctica se protocolice, por más que se pretenda investigar basados en evidencias, por más investigaciones empíricas que se lleven a cabo, nunca el psicoanálisis recibe el prestigio del que la ciencia suele gozar. Para desmarcarnos del lugar de herederos de magos, brujos y chamanes, de esa tradición, bendición o maldición que cae sobre el analista, muchos se identifican con la figura absurda de un científico, y entiendo que pierden más de lo que ganan.

El psicoanálisis como profesión de extranjería

Hay otra consecuencia de rescatar la impronta extranjera de la figura del psicoanalista -algo en lo que insisto desde hace tiempo- esa marca de extranjería radical que define al psicoanálisis desde sus inicios y que hoy en día se diluye vertiginosamente, y es la recuperación de su misterio.

Si de la ciencia se deriva una profesión, tenemos un problema. Pues las profesiones, las artes liberales como el derecho o la medicina o el psicoanálisis, por definición, dejan el misterio de lado. Se afanan en trabajar no con lo que no se sabe sino con el saber adquirido. Y si utilizan el misterio, es al modo de la impostura -como la bruja a la que consultó mi amigo- en tanto carnada, asumiendo ese lugar de sujeto supuesto saber que pone en marcha un proceso analítico pero también una asesoramiento jurídico o un tratamiento médico. Al profesionalizarse, sin embargo, algo de la extranjería radical del analista se pierde. Algo del riesgo necesario para una disciplina como la nuestra se diluye. Se invierte el camino de los pioneros quienes, con Freud a la cabeza, se dejaron interpelar por lo desconocido, pusieron lo poco o mucho que tenía, su prestigio, su vida incluso en riesgo, para avanzar en un terreno incierto. Sucede como lo que Roberto Bolaño decía que había sucedido en la literatura: en una época, los analistas, al igual que los escritores, provenían de cierta aristocracia económica, médica o intelectual, que arriesgaban todo lo que tenían –prestigio, dinero, reconocimiento- para abrazar una disciplina peligrosa. Ésa es la historia de muchos de los iniciadores. Luego, algo se invirtió y el análisis –la literatura para Bolaño- se convirtió en una práctica que prometía algún lustre o bienestar económico a jóvenes de clase media con aspiraciones de ascenso social. En el medio, algo del espíritu de aventura, de la avidez por el descubrimiento y la disposición a correr riesgos se perdió. El misterio asociado al descubrimiento quedó reducido a un truco de salón.

Rescatar el misterio del psicoanálisis, y con ello uno de los resortes de su eficacia, implica hacer un recorrido inverso (en Pelotas di una conferencia llamada: cómo volver al psicoanálisis contemporáneo), no encandilarnos con los últimos avances de un psicoanálisis absurdamente identificado con la ciencia sino volver a aquellos extranjeros que tenían aún alguna relación con el misterio.

Y quizás ahí nos sirva reparar, por ejemplo, en el modo de trabajar de la bruja a la que fue mi amigo. Pues creo francamente que el psicoanalista ubicado como un profesional burgués pierde algo de su eficacia. Por un lado, porque siempre es una profesión menos burguesa que las otras, más marginal. Por otro lado, porque su práctica, administrada como si fuera una especialidad médica más, sujeta al financiamiento de las obras sociales o del estado, se aplana. 

La brujaa la que fue mi amigo era ajenapor completo al sistema de salud, ningún seguro de salud le cubría a mi amigo la consulta, ni le reintegraba nada. El monto exorbitante de su consulta acabó resultándole irrisorio a mi amigo, dados los efectos conseguidos, pero no parece ajeno a esos mismos efectos. Ya Freud decía que no se conseguía demasiada estima para nuestra práctica ofreciéndola demasiado barata. Y si bien en Latinoamérica en particular, territorio de una crisis eterna, los honorarios se ajustan a la realidad, hay algo que se pierde cuando el analista se aburguesa, y más aún -quizás- cuando se proletariza.

Esa atmósfera sugestiva que la bruja construye con cuidado -de los aromas a los cortinados, los colores de su consultorio o su atuendo, su tono de voz, los objetos que adornan su despacho- revelan la sala de consulta como un lugar extraterritorial, sujeto a códigos diversos de los cotidianos en una ciudad. Un consultorio ubicado en un centro médico e iluminado con tubos fluorescentes no parece ayudar demasiado. Tampoco funcionaría igual la bruja si enviara a sus hijos a la misma escuela a la que van los hijos de quienes la consultan. Más bien ocupa un lugar fuera del intercambio social habitual, singular. El psicoanálisis pareciera requerir también algo así. Por otra parte, la bruja está absolutamente convencida de su poder de influir en la vida de quienes la consultan. Un psicoanalista que no confíe lo suficiente en el inconciente o en el método no logrará los efectos que podría esperar.

Así, la escena de la consulta a la bruja figura bien dos de los tres polos que Lévi-Strauss estudió como requisitos de la eficacia simbólica de la magia: la creencia del hechicero en su poder y la creencia del hechizado en el poder del hechicero.

La tapa del New York Times -que está expuesta enmarcada en su consultorio- pone el foco en otro elemento que hace al misterio: el aval social a la práctica que realizan el hechicero y su hechizado. Cuando el psicoanálisis se devalúa, cuando sus instituciones no lograr ser investidas como lugar de saber en la ciudad, cuando no preservan bien el fuego de los orígenes, cuando no logran captar las transferencias del público, el trípode de creencias flaquea y una consulta se desvitaliza. 

Quizás debamos pensar cómo recuperar el misterio de nuestra práctica, cómo desprofesionalizarnos, cómo ser consecuentes con nuestra disciplina asumiendo que es radicalmente extranjera al orden de las convenciones sociales, incluso a las que regulan a las profesiones liberales (como las titulaciones, por ejemplo). Lejos de avergonzarnos de su carácter marginalprofano, hacer de ese defecto virtud y del obstáculo palanca; no para aprovecharnos de las virtudes, siempre de patas cortas, de la sugestión, sino para revitalizar la investidura transferencial que pareciera estar en crisis hoy en día (de muchos modos: de los analistas hacia sus instituciones y a veces hacia el método mismo, de las instituciones hacia el fuego del inconciente, de la ciudad hacia el psicoanálisis).

La transferencia, y en particular el amor de transferencia, es un misterio, así se le apareció a Freud a través de su análisis original con Fliess y también en el protoanálisis de Anna O. con Breuer. Apareció como un asombro y jamás deberíamos acostumbrarnos a ello sino renovar esa sorpresa en cada oportunidad.

Cuando en psicoanálisis hay más respuestas que preguntas, recusamos ese misterio fundante. Relanzarlo implica hacerle lugar a esa pregunta aislada por Lacan: Che vuoi?, Qué me quiere el Otro?, pregunta que siempre introduce una inquietud en quien se analiza pues implica hacer aparecer al Otro donde se creía estar solo uno. Pero a la vez, solo así se ilumina la matriz del propio deseo, enigma fundamental, misterio de la existencia de cada uno.

La literatura y el misterio

Veamos qué hace la literatura con el misterio.

El análisis es comparable, en muchos sentidos, a una novela. Freuddecía que sus historiales se leían como novelas y a la vez hablaba de la “novela familiar del neurótico”. Y tenía razón en muchos sentidos. Aunque creo que es el ensayo el género que mejor se presta para pensar el psicoanálisis, el género que mejor lo metaforiza es la novela. Hasta en sus imposibilidades: en tiempos de 140 caracteres, parece difícil hoy disponer del tiempo necesario para leer una novela; en tiempos de Netflix, pocos desean dedicarle muchas tardes a La Guerra y la Paz. Pero quizás haya que pensar cómo surgió La Guerra y la Pazpara entender mejor esta novela de una vida que se construye en un análisis. Esa novela monumental fue, en un principio, un folletín.

Manuel Puig, un escritor argentino, decía que el inconciente tiene la estructura del folletín. Es cierto, el análisis se parece bastante a una novela de amor, a un culebrón por momentos, con sus amores contrariados y ese amor imposible, jamás realizado salvo de modo platónico con ese opaco sujeto que escucha. A veces, en algunos casos -pocos por suerte- un análisis puede ser también una novela de terror. Por momentos novela histórica, precisa sin embargo, siempre, un gancho que traccione, un suspense, una intriga que capture la atención de quien lee la novela de su vida sin saber que en ese momento la reescribe. En ese sentido, todo análisis es de algún modo una novela de misterio. 

Giorgio Agambenlo recuerda, a propósito de una historia hermosa acerca del fuego y el testimonio (contarla). “Pertenece a la naturaleza misma de la novela ser, al mismo tiempo, pérdida y conmemoración del misterio, extravío y evocación de la fórmula y el lugar”. A la vez, también siguiendo a Agamben: “sólo podemos acceder al misterio a través de una historia”. Esto vale también para el psicoanálisis, especialmente si uno toma los dos sentidos del término historia (“indagar en la historia y contar una historia son, en realidad, el mismo gesto”). Yo parafrasearía a Agamben diciendo que “el fuego y el relato, el misterio y la historia, son los dos elementos indispensables del psicoanálisis” (la literatura, para él).

La misma estructura del folletín, novelas por entregas que aparecían desde el siglo XIX en Europa y que escenificaban conflictos universales, propiciaban rápidas identificaciones por parte del lector es la del psicoanálisis, siguiendo a Puig. Entonces los episodios semanales que Alexandre Dumas o Léon Tolstoi o Emilio Salgari publicaban y que luego se convirtieron en Los tres mosqueteros, o en La guerra y la paz o en Sandokán podrían ser comparables a sesiones de un análisis. Como en las sesiones, allí no había un plan estricto sino líneas generales y los escritores iban escribiendo los capítulos y perfeccionando las tramas a menudo que aparecían en los periódicos. Como las telenovelaslatinoamericanas modernas, capaces de capturar y encender las pasiones de los televidentes. 

Entonces cabe corregir quizás a Puig: no es que el inconciente tenga la estructura del folletín, sino que el folletín tiene la estructura del inconciente, y por eso captura la atención de quien los mira y lee. Me parece que es el mismo mecanismo el que funciona en ese modo de ver, a la vez anacrónico y contemporáneo, series. Las series de hoy son los folletines de ayer. Y el psicoanálisis no difiere demasiado, en su estructura, de una serie en la que un protagonista va develando sesión a sesión su dramática, dejando siempre un resto de misterioque garantiza que el televidente vuelva a sentarse frente a la pantalla, el mismo resto que garantiza que el analizante vuelva a tenderse la sesión siguiente en el diván. Y no me refiero a series que ficcionalizan análisis, como In treatment, sino a todas. (De la misma manera que el misterio es esencial en toda novela, no solo en las novelas supuestamente “de misterio”). En esa serie de encuentros que es un análisis, un sujeto normal, neurótico, banal incluso, se convierte en héroe trágico. Es lo que dijo Ricardo Piglia una vez, explicando la atracción que ejercía el psicoanálisis: “En medio de la crisis generalizada de la experiencia, el psicoanálisis trae una épica de la subjetividad“, convocándonos a todos como sujetos trágicos, extraordinarios, habitados por deseos y pasiones portentosas, inmersos en historias de seducción y secreto, de crímenes y pecados.

Piglia va más allá aún, e identifica  vagamente al psicoanalista con un detective.

El psicoanálisis tiene que ver quizás con las dos vertientes de ese género inventado por Poe en el siglo de los folletines. Por un lado, el policial clásico, inglés, de resolución de enigmas por parte de un detective de intelecto sutil como el Auguste Dupin de Poe, o el Hércules Poirot de Agatha Christie. El psicoanalista ha sido comparado a un detective así numerosas veces (paradigma indiciario), a una especie de Sherlock Holmes de la mente. 

Hay escuelas en relación al misterio como hay escuelas en relación al psicoanálisis: la escuela inglesa, que tiene a Sherlock Holmes de Conan Doyle o al Padre Brown de Chesterton entre sus representantes en vez de Melanie Klein o Winnicott; la francesa con Dupin… y la norteamericana.

Porque hay otra vertiente del policial, norteamericano, el de la novela negra nacida en Estados Unidos. Allí no se trata tanto del ingenio analítico inglés sino del detective como desclasado, sumido en el mismo fango que el de los crímenes que investiga, como Sam Spade o Phillip Marlowe, los inolvidables personajes de Dashiel Hammett o Raymond Chandler. Allí es donde aparece también el enigma pero como lugar en donde la ley y la verdad -dice Piglia- no coinciden, como centro secreto de la sociedad. Y el detective -el analista- que se sumerge en ese vórtice, puede interpretarlo porque no se relaciona con ninguna institución, porque está aislado, es célibe, tiene la distancia justa, es también un marginal. Un extranjero, podría decirse.

El misterio está presente en ambas vertientes del género, y en ambas también está metaforizado el trabajo analítico: el arte de la interpretación de indicios reúne a Sherlock Holmes con el Freud de la Interpretación de los Sueños o el Lacan de la primacía de lo simbólico. Pero el arte de nadar en el fango oscuro, en el centro de las inconsistencias de lo social renúne a Philippe Marlowe con el Freud del Más allá del principio del placer o el Lacan de lo real, o nuestra práctica cotidiana de hoy en día, donde somos menos adivinosque artesanos, menos arqueólogosque antropólogos forenses.

Piglia también pone el acento en la tensa relación entre la literatura y el psicoanálisis, dicendo que los escritores sentían que los analistas hablaban sobre algo que ellos ya conocían, y sobre lo cual era mejor mantenerse callados. Pero hay allí -pensaba Piglia- una relación ambigua, pues el psicoanálisis, mientras avanza por esa zona oscura que el artista preserva y desea olvidar, hace lo mismo que el arte: construye un relato secreto, una trama hermética, hecha de pasiones y creencias, que modela la experiencia.

Misterio y religión

Además de lo que hace ciencia con el misterio, pensemos en otros campos o discursos, como la literatura o el cine, u otros más antiguos aún -como el arte y la religión- y la relación que entablan con el misterio también.

La religión tiene un lazo de origen con el misterio, y desde mucho antes que el cristianismo. De hecho, éste toma la denominación  -explayarme- de los misterios romanos que antes fueron griegos.

Misterio proviene de un vocablo latino, mysterium, que a su vez proviene del griego mysterión, derivación del verbo myo, que significa cerrar los ojos y, más antiguamente, cerrar los labios. Hay allí al parecer una conexión con la raíz indoeuropea mu, el sonido que puede hacerse con los labios cerrados.

No por casualidad, quizás, si aprovechamos la sabiduría de la lengua, aparecen allí dos rasgos que caracterizan a la posición del analista pues son los que permiten el surgimiento de la escucha: cerrar los ojos, cerrar los labios. Una renuncia a la mirada, de algún modo, permitió el surgimiento del psicoanálisis, una práctica en la que, pese a que el analista de cuando en cuando interprete, por lo general calla -cierra los labios- mientras escucha.

Esa raíz mu, es homofónica y remite a un ideograma que se pronuncia Mu y que, en japonés, señala lo que está detrás de todo misterio, como espero poder mostrarles.

No es mi interés tomar el misterio en sentido esotérico, o sí. En todo caso cabe hacer un deslinde: no me interesa el esoterismo en tanto refiere a lo oculto o hermético, a lo que se sustrae de toda racionalidad. Sí me interesa lo esotérico en otro sentido, presente en la distinción esotérico/exotérico. Esta distinción, de raíz filosófica y religiosa, tiene que ver con algunos cultos y algunas escuelas filosóficas de la Antigüedad: había un conocimiento íntimo, reservado a los iniciados, y otro conocimiento que podía transmitirse públicamente.

Lo que la religión hace con el misterio varía según el auditorio, pues no es lo mismo lo que sucede en los círculos esotéricos y exotéricos. Casi como en psicoanálisis, donde es imposible divulgar exotéricamente lo que circula esotéricamente, a fin de cuentas, las familiaridad con esa nada que agujerea cualquier pretensión ligada al ideal no puede decirse del todo en un principio. El psicoanálisis se transmite esotéricamente, como un fuego y un testimonio, sobre ello hablaremos mañana.

Y los misterios ponían en primer plano otra cosa, y es lo sexual. Por eso quizás podamos sacar provecho de otra homofonía entre Misteria-el plural latino de misterio- e Histeria para señalar otro nudo, el del misterio de lo sexual que puede rastrearse hasta el origen mismo del psicoanálisis. Y también a su recreación necesaria cada vez que pretendemos que alguien que nos consulta ingrese al dispositivo analítico, se convierta en un analizante. No sería posible si el discurso no se histerizara, si no se instalara de modo artificial el discurso de la histeria, que implica por un lado una división y referir la palabra a Otro que sabe, pero por otro trasladar a ese otro el misterio de la transferencia.

Un psicoanalista francés, Jean Allouch, acuñó un neologismo, un nuevo nombre para el psicoanálisis. Para él habría que invertir su nombre y despegarlos de todo asunto “psi”, deberíamos hablar de spychanalyse, donde el spy que se introduce hace referencia a lo espiritual.

Más allá de que se esté de acuerdo o no con Allouch, introduce algunas cuestiones interesantes. De hecho, cuando me pongo a rastrear el origen de lo que les cuento hoy encuentro una observación casual que le escuché, años atrás.

Por un lado, encolumna al psicoanálisis en una genealogía donde Foucaultalinea al psicoanálisis como el heredero de las prácticas de cuidado de sí propias de algunas escuelas filosóficas griegas. En ambos lugares -en las antiguas escuelas filosóficas y en el psicoanálisis- se trata de las relaciones del sujeto con la verdad, la transformación del sujeto al acceder a su verdad

Allí Allouch privilegia la visión del psicoanálisis como ejercicio espiritual y no tanto como ritual, pero me interesa subrayar un punto que a su vez Allouch toma textualmente de Foucault, ligado al fin del hermetismode Lacan -cualquiera que lo lea puede comprobarlo-, que estaría al servicio de que el lector, a través de la lectura, se descubra a sí mismo en tanto sujeto de deseo. Para Foucault, Lacan quería que la oscuridad de sus textos fuera la complejidad misma del sujeto, y que el trabajo para comprenderlos fuera un trabajo a realizar sobre uno mismo.

Me interesa esta perspectiva pues señala que la opacidad, el hermetismo, nombres del misterio también, implican un trabajo a realizar. La transferencia se pone en marcha a partir de ese lugar misterioso, y no hay lugar para la modorra aquí: el trabajo de desciframiento, y de transformación de sí mismo, a partir de ahora, le cabe a cada sujeto. 

Y aparece aquí otra cuestión de la que seguramente hablaremos mañana, la de la iniciación. Porque hay en juego algo iniciático en la formación del psicoanalista, un rito de pasaje incluso en el que, como en toda iniciación, se trata de dar pruebas de algo, haber atravesado un umbral, en el que algo que era misterioso ha dejado de serlo. Que el final de análisis sea el momento de bisagra de ese pasaje -en el que un analizante deviene al fin, luego de un largo proceso, analista- nos pone en la pista, nuevamente, de lo que está tras el misterio -¡alerta spoiler de nuevo!- una cierta “nada”.

Existen experiencias diversas de atravesamiento de esa selva misteriosa: 

Iniciación/misterios dionisíacos/análisis

Sócrates, más que Arquímedes

Misterio & Psicoanálisis II: agalma, el misterio de la transferencia

La transferencia no fue calculada a priori, sino que sorprendió a Freud, quien logró sostenerse allí donde Breuer no. Si se ponen a pensar, si desandamos un siglo de psicoanálisis y nos corremos -como Freud- de una posición veleidosa, narcisista, no deja de ser un misterio su aparición, el surgimiento del amor allí donde cabría suponer que con el respeto alcanzaba. 

La transferencia hace su aparición de modo facetado: como transferencia de amor, claro, que posibilita el trabajo tanto como lo entorpece en forma de resistencia. Ése es el componente imaginario de la transferencia, combustible del amor y también del odio, y de los efectos de sugestión que abundan en todo tipo de curas, la de nuestra bruja también. Tras ese modo de presentación de la transferencia, se entrevé un andamiaje simbólico y transfenoménico, la de la suposición de saber. Entregado a la asociación libre, el sujeto aparece en su división subjetiva y, por estructura, aquel a quien habla aparece como depositario del lugar de Sujeto Supuesto Saber. 

Solo desde un lugar que preserve cierto misterio  pude darse lugar a ese otro misterio, el de la transferencia. Transferencia que por supuesto implica patrones infantiles de amor y odio y erige a desconocidos en figuras parentales. Pero también transferencia en tanto atribución agalmática a otro que, para merecerla, ha de resistir cualquier familiaridad, cualquier tentación de connivencia. Así sucedió con Sócrates, como recuerda Lacan que recuerda Platón,ante los embates amorosos del atractivo Alcibíades. Sócrates, hombre mayor y sabio y a la vez carente de los atributos juveniles de Alcibíades, logra sin embargo hacerse depositario de sus preguntas y desvelos. Sócrates es un sileno que encierra sin embargo cierto agalma, una joya que ha puesto en él Alcibíades y propulsará, a partir de la renuncia socrática a satisfacerlo y satisfacerse, una pregunta.

El modo de envolver entre los japoneses, ese realce del misterio, ese modo tan oriental de decir las cosas al sesgo, de modo alusivo y jamás directo -otra preciosa indicación para construir una interpretación- nos conduce a otra figura que condensa el secreto que pone en marcha un análisis, eso que Lacan describe con la figura del sileno.

Sucede de algún modo como con el arte del envoltorio en Japón. Estuve allí el año pasado y uno puede comprar la más insignificante artesanía y asiste con asombro a la ceremonia con que se lo envuelve. Pedía a menudo una factura con pasta de almendras -una sola- y ésta se me entregaba envuelta en un papel de seda, que a su vez se envolvía en un celofán, que a su turno era puesto en una bolsa de papel exquisita al tacto. Cada pequeño objeto, aun aquellos destinados a consumirse en segundos, era tratado con una joya. Cuando uno recibe un regalo en Japón, se encuentra con un paquete que envuelve otro paquete que a su vez envuelve a otro. La ansiedad occidental por llegar al fondo de las cosas -por descubrir el regalo que el packagingocultaría- impide ver que el verdadero regalo es el envoltorio mismo, y lo que envuelve es un misterio. La envoltura -como decía Roland Barthes en El imperio de los signos– vale por lo que esconde, protege y designa.

Sócrates, para nada agraciado pero que sin embargo despertaba el deseo del joven y hermoso Alcibíades, es identificado por Lacan con un sileno, una suerte de sátiro. El sileno era también una envoltura, un embalaje que si tenía tal poder de captura del deseo era porque envolvía algo tremendamente valioso, una joya. A esa joya Lacan la denomina -siguiendo a Platón- ágalma, uno de los nombres del objeto que causa el deseo, una de las claves para entender el misterio que encarna el analista, una de las cifras incluso para aprehender algo de ese otro misterio que es el amor, y una de sus formas -también misteriosa- el amor de transferencia.

Transferencia como repetición, resistencia y sugestión (transferencia como amor). Fundamento transfenoménico: SSS (Miller)

“Hay una impostura que es nativa al psicoanálisis, ¿qué es el psicoanalista? Alguien que está ahí para poner la impostura en obra por su sola posición.” (Miller)

Misterio & Psicoanálisis I: el psicoanalista no es un científico, sino un iniciado

Suele acostumbrarse definir los términos acerca de lo que uno habla, y no parece ocioso hacerlo ahora. Por lo pronto, el significante “misterio” no es habitual en nuestro campo, y requiere entonces que despliegue en qué sentido lo tomo. Pero también el significante “psicoanálisis” quizás precise alguna definición operativa también, contra lo que pueda suponerse. Al menos en Argentina, nombrarse “analista” sigue siendo algo que acarrea algún prestigio entre los psicoterapeutas, por lo que más de uno -de los colores más variopintos, guestáltico o sistémico o junguiano- se nombra de ese modo, o avala ser nombrado de ese modo por sus pacientes sin desmentirlo. Pero dentro del campo analítico también hay variantes. Por lo pronto, con la relativa liviandad con la que, escudándose en la famosa sentencia de Lacan (“El analista se autoriza de sí mismo”) que ha servido tanto como para cuestionar saludablemente cierto monopolio de la IPA a la hora de legitimar analistas como para cubrir identificatoriamente a una marea de profesionales que se legitiman como analistas algo pronto quizás, sin prestarle demasiada atención a una formación por demás exigente. Pero también psicoanalista puede nombrarse alguien que anhela reabsorber al psicoanálisis en la neurología, y también quienes piensan que en la investigación empírica hay más verdad que en la investigación en el seno del dispositivo analítico, se reivindican como psicoanalistas… En fin, quizás debamos contentarnos con definir tentativamente a un psicoanalista como alguien que se ha adiestrado a través de un extraño trípode -extraño sobre todo por una de sus patas, aquella donde el analista toma la misma medicina que prescribe, aquella de donde surge: el diván-, como alguien que adscribe a unas sencillas reglas que son a la vez metodológicas y éticas -asociación libre, atención flotante, abstinencia-; aquel que se atreve a un oficio frágil y extraño que precisa de modo ineludible confiar en el inconciente. Yo creo que quien confía en la investigación empírica no confía en el inconciente, como creo que nadie puede nombrarse analista -por más teoría que sepa- sin haber emergido de un diván, sin haber hecho ese viaje de analizante a analista. Tampoco creo que ningún título habilite como analista pues no se trata, como con los pilotos, de tener determinadas horas de vuelo para lograr el carnet de aviador: no se trata de tener tal o cual frecuencia de sesiones sino de lo que sucede en esas sesiones. Lo que es ineludible es que haya sesiones. En fin, confiar en el inconciente, con toda la vaguedad e incluso el misterio que resuene en esa frase, me parece lo más pertinente para definir el núcleo duro de un psicoanalista. Podemos desplegar eso, pero es momento ya de definir el otro término, que acabo de aludir, el de misterio.

Misterio como lo que conecta con lo desconocido (ombligo, más allá, real, O), que es lo que hace que uno tenga ganas de seguir (una novela, una película o, en el mismo sentido, un análisis). Ese misterio que comulga, que linda de algún modo con lo indecible y que a la vez no podemos abordar sino a partir de lo que decimos -no es del todo cierto, también de lo que mostramos- como decía Clarice Lispector: “lo indecible me será dado solo a través del lenguaje”, el saldo de un análisis, que avanza iluminando el misterio de la subjetividad, es en un sentido también preservación del misterio de la subjetividad.

El misterio entonces es el centro gravitatorio en torno al cual orbita un mundo. El misterio a develar es el centro oculto en torno al cual gira la vida de un sujeto, y no hay otra manera de develarlo sino cuando ese centro se desplaza, se ubica transferencialmente, en una ficción fenomenal, en ese desconocido que advendrá al lugar más importante, más íntimo y a la vez más exterior, el analista. 

Un análisis es de algún modo seguir el hilo de ese misterio encarnado, el de la propia historia, el del sentido de una vida, el de las determinaciones que nos signan como sujetos, en ese otro que es el analista. Ese habitante transitorio de la opacidad transferencial es quien encarna una pregunta -si toda respuesta, antes o después, termina siendo banal, una pregunta jamás lo es- y esa pregunta encarnada es lo que pone a trabajar arduamente a un sujeto en análisis. Recordemos lo que decía Derrida sin darse cuenta que nos señalaba un lugar a los analistas: siempre es un extranjero quien porta las preguntas. Un análisis es la historia -siempre retroactiva- de ese recorrido, del despliegue de la pregunta, del ir haciendo luz en la oscuridad, de derretir, poco a poco el misterio. 

Aquí, como en algunas críticas de cine, yo ubicaría una frase: “Alerta spoiler” para que quien no quiera escuchar se tape los oídos, para que quien no desee saber cómo termina esta película que es un análisis mantenga la ilusión. El secreto que develo es que no hay nada atrás. Al fin del misterio hay nada.

Eso, que evidentemente implica el encuentro con una pérdida, un triste encuentro con lo que no hay (Borges decía:solo se pierde lo que nunca se ha tenido,en Piglia, Diarios II), es a la vez la garantía que el análisis no es un adoctrinamiento, que el misterio no se utiliza para sujetar conciencias. Pues el descubrir esa nada que hay atrás implica para el sujeto que se analiza recoger el sedal, recobrar la transferencia de credibilidad, liberarse del analista y a través de él liberarse de todo amo excepto de su inconciente. El misterio acaba y así el deseo empieza.

Para que ello sea posible, el lugar del analista ha de ser isomórfico al de lo desconocido en el paciente, ha de poder encarnarlo. Freud decía en el cap. VII de la IS, en una definición rudimentaria de la transferencia, que el analista era un resto diurno, disponible por ser reciente -estar presente- y anodino, para ese movimiento de investidura. Podemos definir ese carácter indiferente en tanto misterioso quizás.

Traigo la bruja a colación también para recordar el origen del psicoanálisis, la tradición de la que proviene. Y no es de ningún modo la tradición académica ni científica, sino la de la “curación por el espíritu”, como se la llamaba, como la estudió Ellenberger. El lugar del psicoanalista y la eficacia de su palabra -nos guste o no- tiene más que ver con la figura de un chamán que con la de un aséptico psicólogo académico, refractario a todo misterio. Y no quiero decir con esto que se trate en psicoanálisis de superchería o que deba renegarse de la precisión conceptual para apelarse a lo inefable o que haya que devaluar el arduo camino formativo que implica hacerse psicoanalista. Solo que el lugar del analista es un lugar complejo, oximorónico: autóctono -asentado en una ciudad- y a la vez extranjero, amable y a la vez impasible, sabio y con voluntad de hacerse ignorante, estudioso y olvidadizo de todo saber. La eficacia de la palabra del analista nace de ese fondo oscuro donde el analista, en tanto persona, en tanto ciudadano, en tanto profesional incluso, se pierde para advenir otra cosa.

Ocupar ese lugar, hacerse cargo de ese misterio -e incluso de un dejo de impostura que implica toda suposición de saber, pues se trata de hacerse cargo de velar esa nada que está detrás de escena- implica un precio a pagar. Todos pagan en psicoanálisis, Lacan lo ha estudiado bien. Paga quien consulta, por supuesto, y no está mal que pague mucho, lo más que pueda. Pero paga quien recibe la consulta también: con sus palabras -dice Lacan-, con su persona, pero sobre todo con su falta, con la desposesión subjetiva que implica asumir ese lugar residual y por momentos malsano.

El misterio de lo que no se sabe -el confort de lo que sí se sabe- el nihonioPróxima B… El psicoanálisis como un conjunto de teorías que preserva una zona de misterio sin necesidad de ser algo místico, que hace de la transmisión algo que encierra alguna mística, como quien transmite un fuego sagrado, sin ser una práctica mística ni mistificante (porque a veces se mistifican autores o incluso a la razón científica como un gran ídolo…)

¿Qué hizo que mi amigo volviera y aceptara pagarle a la bruja una fortuna que no tenía? Además del temor a las consecuencias funestas, es claro que algo se anudó a ella en esa primera consulta. La bruja operó con eficacia ese primer cometido de toda primer entrevista: que haya una segunda. 

Misterio como lo que hace que uno tenga ganas de seguir.

¿Qué hace que un paciente que nos consulta vuelva mientras otros no? ¿Qué hace que avancemos en un libro a partir de las primeras páginas y dejemos otros de lado? Hay un momento en que quedamos capturados por la historia que se nos cuenta, un momento a partir del cual ya no se puede abandonar. En el caso de una consulta analítica, hay un momento a partir del cual la historia por contarse, por construirse -la de quien consulta- se anuda a ese oyente anónimo, elevado de pronto a una potencia inaudita.

Pero si seguimos -con una consulta, una novela o una película- es porque quedamos atrapados en un doble juego en el que nuestro deseo de saber -¿qué ocurrirá? o ¿quién soy?, lo mismo da- se ancla a un espacio ficcional (el consultorio analítico también lo es). Un misterio se despliega de pronto allí, y todos queremos saber quién es el asesino, incluso quién es el asesino en nuestra propia historia. No son pocos los casos en que en un análisis, del Hombre de las ratas a esta parte, se devela una genealogía delictiva y por momentos quien rastrea en su pasado se convierte en lector de un thriller retroactivo.

Ese es el momento en el que algo de la transferencia se anuda, sea a una bruja, un analista, un autor. 

Ahí nomás se dividen las aguas pues en psicoanálisis el misterio -o la pregunta, uno de sus nombres- se aprovecha para construir un síntoma analítico, se pone en forma un síntoma no en el sentido psiquiátrico o fenomenológico sino en tanto criptograma a la vez doliente y gozoso que encierra un mensaje en clave a descifrar. La bruja produce un cortocircuito y ese es el momento en que el psicoanálisis se separa de la magia, de la que sin embargo es heredero. 

El psicoanálisis precisa del misterio, requiere de una atmósfera alusiva, neblinosa donde su práctica no esté del todo clara. No porque claudique en sus pretensiones -los requerimientos de rigor conceptual del psicoanálisis y las exigencias del adiestramiento de los analistas no van a la zaga de la de ninguna ciencia y en muchos casos es mayor a la de muchas especialidades médicas- sino por otros motivos. Requiere el misterio no solo porque el misterio favorece los efectos sugestivos, sino por razones bien diversas.

Por un lado, porque el psicoanálisis, el modo en que la palabra y el lenguaje aparecen en el análisis, guardan una mayor relación con la poesía que con la prosa. El modo de construir teoría, el modo de interpretar es más bien alusivo, al sesgo. Su potencia aumenta en los claroscuros, en los matices, en el arte de las veladuras.

Por otro lado, el misterio vela el vacío central, la nada que nos constituye y cuya visión se asemeja a la de la Gorgona, horror insoportable que petrifica a quien la mira desprevenido. El misterio es así un reaseguro contra la angustia.

Ligado a la anterior, hay alguna impostura en la promesa analítica. Recibimos a nuestros pacientes prestando cuerpo a una promesa: de felicidad en algunos casos, de salud en otros, de identificación con el ideal a menudo. Nuestro silencio avala las expectativas de curación más desvariadas, no podemos ser ingenuos en no admitirlo. A la vez, situar a los consultantes en la senda de lo que obtendrán en la cura efectivamente -en caso de que haya suerte- ese encuentro con la pérdida, ese duelo, esa troca donde la miseria neurótica se convierte en infortunio común y corriente, no es algo que pueda anunciarse sin más. Nadie quiere pagar el precio de la castración, y es ése precio -la libra de carne de la que hablaba Shakespeare- el que habrá de pagarse para tener una existencia pacífica y a la vez deseante. Pero ningún consentimiento informado, ninguna ley de defensa del consumidor podría hacer que se le informe al recién llegado el punto de arribo, mejor que permanezca misterioso.

Misterio & Psicoanálisis III: histerizacióncomo puesta a punto del misterio en un análisis

mysteria: histerización que implica un análisis

La situación analítica histerifica al sujeto que entra en análisis… su más mínima palabra es valorizada (Miller).

Misterio e interpretación 

Freud nos aconsejaba -como si uno pudiera administrar siempre eso- no eliminar la angustia, motor del tratamiento. Pero a la vez existen muchos casos en que los análisis prosiguen cuando hace tiempo que la angustia ha acabado. Un análisis prosigue cuando hay angustia, claro. Pero también -más aún- cuando el analista logra preservar la dimensión del misterio en la cura.

Y ello lo logra de muchas maneras. Por un lado, velándose él mismo, manteniendo su figura en la penumbra. Ése es uno de los sentidos fundamentales del silencio también, que hace a una escucha hospitalaria mientras le evita a quien escucha mostrarse demasiado -pues sabemos que quien habla se divide, se muestra en su castración- y quien calla tiende a ubicarse en ese lugar de objeto, de resto, que tan bien le sienta al analista.

Pero también lo logra cuando interpreta. Pero no cuando lo hace de cualquier modo, sino cuando el analista trabaja para reconstruir una pregunta cada vez que habla, en esa maniobra tan judía de responder a una pregunta con otra pregunta. Un analista es un fabricante de enigmasaun cuando responda las cosas más banales. Y así hace existir al inconciente.

Aquí radica el sentido de la indicación de Lacan, que la interpretación ha de ser oracular. Si una interpretación explicativa -al estilo de usted hace esto por esto otro, etc.- intenta diluir el misterio acrecentando el saber del yo, la interpretación oracular horada la consistencia yoica, genera incertidumbre, alumbra curiosidad por saber. 

Tras la maraña de recomendaciones relativas al encuadre se ocultan dos dimensiones fundamentales:

1) las reglas básicas que hacen al dispositivo analítico: asociación libre, atención flotante, regla de abstinencia

2) la codificación de toda circunstancia que haga a la formalidad de la práctica

Si el primer conjunto hace a la naturaleza y eficacia del psicoanálisis, el segundo creo que obedece más bien a una mímesis con una situación de laboratorio: fijar variables como constantes para analizar lo que permanezca variable. En una práctica como la nuestra, donde la singularidad de cada analizante, cada analista y cada sesión es lo que cobra relevancia, convertir la situación analítica en un laboratorio, hacer de la experiencia experimento no me parece que sea lo más conveniente. 

Sin embargo, lo que aparece tras muchas propuestas del settinges un ritual y una atmósfera. El manejo de las pausas y los honorarios, el modo de vestir y saludar, la disposición de los cuerpos y el tipo de intercambio verbal, además de la asimetría estructural -un cuerpo acostado, otro sentado; un sujeto que habla, otro que escucha; uno a quien se habla, otro acerca del que se habla- contribuyen a crear una atmósfera altamente sugestiva. Más que el valor que puedan tener en sí mismas, cada particularidad del settingcobra relevancia por el valor que le adscribe a las palabras que allí se dicen. Por un lado, a las de quien se analiza (no es lo mismo decir algo en el análisis que decirlo fuera, aun en el improbable caso de que se diga lo mismo). Pero también a las de quien analiza, esto es: a la interpretación del analista.

Si la interpretación del analista es eficaz, lo es porque:

1) el analista -en tanto objeto misterioso- está ubicado en un lugar isomórfico al del objeto misterioso del sujeto

2) el modo de intervenir del analista es isomórfico al modo en que aparece el inconciente, del cual es una suerte de mímesis

3) el dispositivo triple estudiado por Lévi-Strauss permite un despliegue transferencial que posibilita los dos puntos anteriores

Esa interpretación, emparentada con el enigma -otra indicación de Lacan- jamás se deja apresar del todo, es poética en un sentido que no es estético sino que provoca –poiesis– un trabajo, convierte a quien habla en un trabajador tras la pista de su propio misterio.

La interpretación así concebida se ampara en la figura oracular que ofrece significantes tan vagos como para que cada quien complete la frase que se le ofrece. Que por otra parte es una frase siempre escasa. Como en las buenas novelas de misterio, se ofrecen indicios, pistas, detalles apenas. Como en una buena serie, cuando se devela una parte de la intriga es para dejar abierta otro interrogante, apertura al capítulo siguiente. 

El analista promete sin decirlo las claves de lectura de un misterio, pero a la vez las escamotea. 

Y aquí viene a cuento quizás algo relativo al precio a cobrar por el misterio, y el monto exorbitante que le pidiera la pitonisa a mi amigo. Quien consulta cree que paga para develar un misterio, pero en verdad paga para que ese misterio exista.

Según se cuenta, ante la Sibila de Cumas se presentó ante un rey romano, Tarquino, no en vano llamado “el soberbio”. La Sibila le ofrece nueve libros proféticos, que prometían resolver el misterio, a un precio extremadamente alto. Tarquino se niega pensando en conseguirlos a mejor precio, entonces la Sibila destruye tres de los libros. Y le ofrece los seis restantes al mismo precio inicial. Tarquino vuelve a negarse, entonces ella destruye otros tres. Y le ofrece al monarca los tres últimos, al mismo precio, exorbitante, que pidió al principio por los nueve. Ante el temor de ver desaparecer los últimos libros proféticos, esta vez Tarquino el soberbio acepta pagar el precio que se le pedía. Los tres libros, llamados Libros Sibilinos, fueron guardados en el templo de Júpiter y eran consultados en situaciones especiales, ejerciendo gran influencia en la religión romana.

El dinero, ecuación fálica mediante, siempre es vehículo de valor. A la vez, es una ficción que si vale es por su escasez. En nuestros países, siempre es un tema problemático y debemos ajustar los honorarios a los contextos económicos, y aún sería deseable que el análisis estuviera al alcance de más gente aún. A la vez, debemos quizás intentar no devaluar nuestra práctica demasiado, no considerar que nos pagan por nuestro tiempo o por nuestras palabras, nos pagan para sostener el misterio. Nada hay más fácil, para el analista, que hablar mucho en un análisis. Pero nuestra palabra vale más en tanto es escasa. 

Arte y misterio

¿Qué es una obra de arte? sino un objeto que vale en tanto misterioso? El misterio de la mirada de la Gioconda ha dado que hablar desde hace cientos de años y la belleza, ese gran velo, está bastante emparentada con el misterio, pero hasta el arte contemporáneo la pericia técnica del artista además de su sensibilidad, la maestría en el dibujo y la indomable pintura al óleo, el prodigio de las veladuras o la trabajosa escultura velaban -valga la redundancia- el misterio que toda obra de arte verdadera encierra. Pero hoy en día las cosas son más claras. 

¿Qué otro motivo puede llevar a alguien a reverenciar un urinario o pagar millones de dólares por un tiburón en formol (poner nombre de la obra)? No se trata de Duchamp o Damien Hirst (“La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo”) y su maestría técnica sino en tanto artífices de objetos agalmáticos, portadores de un misterio, y en tanto tales capaces de suscitar lecturas múltiples a lo largo de las épocas, objetos opacos que hacen hablar, que nos interpretan mientras los interpretamosUna obra de arte es un aparato condensador de misterio, por eso recorremos  distancias inverosímiles para contemplarlas y construimos gigantescos estuches -los museos- para alojarlas.