Presentación de “Lacan y el debate sobre la contratransferencia”, de Alberto Cabral

Cuando Alberto me invitó generosamente a presentar su libro aquí en Buenos Aires, y comentó que los compañeros de viaje serían Abel y Jorge Baños Orellana, me hice automáticamente la siguiente composición de lugar: Jorge, erudito y reconocido colega lacaniano, habría de hincarle el diente, imaginaba yo, al “Lacan” que encabeza el título y se ocuparía de desbrozar las distintas capas de su pensamiento, los matices, los giros, la multivocidad en el abordaje lacaniano a la cuestión de la contratransferencia y su relación con el deseo del analista de la que da cuenta este libro. Abel, con su experiencia institucional a cuestas y su privilegiada perspectiva panorámica hacia adentro de IPA, sería sin duda el encargado de pintar “el debate sobre la contratransferencia” con que termina el título elegido por Alberto para su libro. Y entonces, suponía yo, se ocuparía de los múltiples interlocutores (de Racker a Margaret Little, de Lucy Tower a Winnicott, entre tantos otros) del autor. Con este panorama, del título del libro a presentar, entonces, ¿qué quedaba para mí?
Decidí entonces que sería la conjunción “y”, lo que intentaría puntuar. Esa “y” que articula dos campos heterogéneos en apariencia, divididos por el filo del cuchillo en que culmina la lógica del schibbolett, remite al lugar desde el cual habla Cabral en su libro.
Y eso que el título del libro –es justo que lo diga también- no me gusta demasiado. A diferencia de lo que suele suceder con muchas publicaciones de títulos rimbombantes y ampulosos y contenidos más bien pobres, este libro excede en mucho al sintagma que lleva por título.
Alberto es encantador, lo cual no parece ser la posición más recomendable para un analista y creo que, si se quedara ahí, habría problemas. Claro que no se queda ahí, sino que ejercita su encanto para hundir el estilete donde debe hacerlo, con una sonrisa, amable y a la vez impiadosamente.
En una operatoria de neto corte analítico, Cabral diferencia planos, quirúrgicamente incluso, alejándose de la impugnación general, teórica o personal, para separar. Y separa así dos planos del problema de la CT: uno conceptual, y otro político. Y en los dos planos tiene algo que decir.
El plano teórico de la cuestión.
1) En el primer plano, Cabral retrata un Lacan alejado de cierto estereotipo que se ha construido en torno a su figura, un Lacan capaz de tomar partido contra la ortodoxia anti-contratransferencialista de su tiempo sin por eso asumir las concepciones más globales o banales quizás de la contratransferencia, haciendo una legitimación crítica del concepto e inventando lo suyo: el deseo del analista.
En el fondo del asunto está el cuestionamiento sobre el lugar del analista, verdadero tema del libro, abordado de una manera tan intersticial como desidentificada de cualquier intocable teórico, lugar que parecería estar tan lejos de la paridad imaginaria que muchos testimonios contratransferencialistas muestran, como de cierto ideal de impasibilidad en el que se ha querido ver el corazón de la posición lacaniana al respecto.
Ambos supuestos serán cuestionados por el autor, quien cita a Lacan cuando dice que “cuanto más analizado esté el analista, más posible será que esté francamente enamorado, o francamente en estado de aversión respecto a su partenaire”, augurando incluso lo peor para quien nunca lo hubiera sentido. Pero no se ha de quedar allí un analista, si es que está poseído por un deseo más fuerte que lo habita. Es ese deseo más fuerte el que enciende con su chispa el análisis, en el que el analista ocupa el lugar del flogisto como lo concebían los alquimistas del siglo XVII: esa materia responsable de la combustión que desaparece sin embargo en el mismo acto de producirla.
El plano político de la cuestión.
2) Pero Cabral aisla también un segundo plano, más político que epistémico, en el que alude al afán del lacanismo milleriano por convertir a la contratransferencia en el significante emblemático que unificaría a la IPA. Allí quizás no hubiera hecho falta ir más allá del vocabulario del Mkt, y las eternas disputas entre quien está en posición dominante y quien está en posición retadora (ejemplificar con el desafía del sabor o de la blancura o la batalla del fernet), entre la IPA y la AMP por ejemplo o al interior del lacanismo donde se repite la querella. Allí está claro que se trata más de poder que de conceptos.
Pero Cabral no se queda en la órbita del Mkt institucional sino que aplica las categorías analíticas allí también, a los detalles siempre tan reveladores (recuerdan lo que decía Flaubert o Voltaire, o Nabokov, o Mies van der Rohe, quién sabe…: el buen Dios está en los detalles). Así como puede abogarse por la falta estructural desde un lugar de enunciación en el que la falta brille por su ausencia, Cabral llama la atención sobre el hecho de que muchas críticas a la contratransferencia como punto de ceguera pasional del analista que amenaza con hacer descarrilar al análisis, …se ejercitan con una sospechosa pasión.
Cabral relata así dos situaciones en espejo: Miller contando que debía imponer respeto en su audiencia cuando comentaba textos contratransferencialistas, pues las risas inundaban la sala. Risas cuyo eco Cabral encuentra en otras risas, audibles en el público cuando alguien cuestionó a un panelista lacaniano, entiendo que aquí en APA, diciendo a viva voz que quizás sus críticas a la función materna se debieran a que su pareja carecía de “un buen par de pechos kleinianos”. Tiempo atrás, quizás también ahora, en una revista felizmente a punto de desaparecer, “Selecciones del Reader’s Digest”, aparecía una sección titulada “La risa, remedio infalible”. Remedio infalible que asegura la consistencia imaginaria, infalible, de un grupo, segregación mediante, ante la emergencia de lo otro: la contratransferencia para algunos, Lacan mismo para otros.
Cabral habla entonces del régimen del schibbolett. Se trata de una palabra hebrea que significa “espiga” pero que ha pasado a utilizarse a partir del relato bíblico (Jueces, XII, 4-6) como contraseña que identifica a personas de culturas, grupos o clases diferentes. Freud la utiliza en ese sentido. Al parecer, los galaaditas habían vencido a los efraimitas en la batalla. En medio del desorden, los efraimitas sobrevivientes pretendían escapar haciéndose pasar por galaaditas, –después de todo, no han de haber sido tan distintos- entonces éstos ocuparon los vados del Jordán y cuando alguien quería pasar, le preguntaban:

  • ¿Eres tú efraimita?
    Si respondía que no, desconfiados aún, le pedían entonces:
  • Pues di Schibboleth.
    Los impostores, incapaces de pronunciar el sonido inicial “sh” de la palabra, decían en cambio Siboleth desnudando así su origen. Y en el acto eran degollados por los galaaditas.
    Quizás recuerden la mención freudiana: Dios está de parte de los batallones más fuertes. Es desde esa óptica que Cabral señala la lógica del schibbolett, de la palabra-contraseña, aquella de cuya correcta pronunciación depende la vida o la muerte de quien hable. Y es ése el terreno de las modas intelectuales que, siempre de forma mezquina, carroñera, suelen parasitar sin riesgo las innovaciones teóricas o clínicas. Así la contratransferencia deviene palabra vergonzante en territorio lacaniano, de la misma manera que hablar de clínica sin incluir el registro contratransferencial pareciera viciar severamente la confianza con que se lo recibe en algunos ámbitos de nuestras instituciones, como si eso convirtiera los relatos en artificios esotéricos e intelectualistas alejados de la verdad de la clínica. Como ven, nuevamente galaaditas y efraimitas.
    Pero en realidad la posición de Cabral no parece ser esa sino su reverso. Si hubiera que ubicar algún bando, su apuesta analítica está del lado de los derrotados. Dios está, pareciera decir Cabral, del lado de los perseguidos. Así aparece en un comentario rabínico antiguo, donde se relata: “Puede hallarse un caso en que un justo persigue a un justo, y Dios está del lado del perseguido; cuando un malvado persigue a un justo, Dios está del lado del perseguido; cuando un malvado persigue a un malvado, Dios está del lado del perseguido, y hasta cuando un justo persigue a un malvado, Dios está del lado del pserseguido”. Aquí reside, pienso, el lugar desde el que Alberto se sitúa para leer el debate sobre la contratransferencia a la luz del acontecimiento Lacan: en tierras lacanianas, allí donde el estribillo fácil de repetir y la risa complaciente de la claque sancionarían a quien intentara pensar en los matices, las variaciones que la tradición analítica ha desplegado en torno a la contratransferencia, allí Cabral, no Dios, está del lado de los perseguidos.
    Allí donde colegas de su institución declaran su lectura contratransferencial convirtiéndola en resorte de sus posibilidades de analizar, y el recurso a la contratransferencia deviene contraseña de pertenencia, allí Cabral se ubica del lado de los perseguidos.
    En Córdoba pudimos verlo, cuando en nuestro último symposium se discutió un material clínico muy generoso en el que la analista, incurriendo quizás en una de las formas menos defendibles de la utilización de la contratransferencia, lindante con la actuación o la confesión contratransferencial, enviara una carta a una paciente que había interrumpido su análisis. Allí, a contrapelo de casi todas las voces presentes, muchas, prestigiosas, defendió la actitud de la analista. Y la defendió no por gusto de nadar contra la corriente, sino por abstraerse de los prejuicios, psicoanalíticos y de los otros, los usuales, para anclarse, en la más pura perspectiva lacaniana, en lo que define a una interpretación: sus efectos más que sus intenciones, las olas que genera más que la conceptualización que las anima. Y había efectos: de hecho, en respuesta a la carta, la paciente había retomado su análisis.
    Indudablemente, Cabral trabaja y piensa su clínica orientado por una perspectiva lacaniana, pero con matices, nuevamente: rescata a Miller ante quienes lo denostan pero lo critica cuando lo lee, es decir, lo lee verdaderamente; reflexiona sobre relatos basados en la contratransferencia desde una posición lacaniana pero, cuando llega el momento de enfilarse con sus huestes para, segregación de la contratransferencia mediante, constituir un campo fraternal, único, allí se aparta para señalar los núcleos de verdad que el mismo Lacan nunca dejó de advertir en muchos de esos relatos. Todo lo contrario al confort intelectual, todo lo contrario a la estrategia del schibbolett. Del lado de los perseguidos suele haber más verdad que del lado de las mayorías, siempre en extraña contradicción con esa experiencia singular como pocas que es el psicoanálisis. Y en esa posición de Cabral alejándose del murmullo complaciente de la opinión colectiva no se encuentra el ánimo de una especie de contrera consuetidinario, alguien que goza siempre desde la otra orilla, sino los signos de una extranjería que me parecen la mejor marca que puede constituir a alguien, final de análisis mediante, en un psicoanalista.
    Y ello lo muestra en acto en su libro, que tiene una bibliografía atípica por lo mestiza, una comunidad inconfesable de autores y referentes de distintas instituciones (de Allouch a Etchegoyen, de Wallerstein a Miller) frecuenta su libro sin que ello obligue a su autor a ninguna fidelidad ciega, y en tanto tal religiosa, ni lo haga despeñarse hacia un eclecticismo almibarado. Cabral se resiste al goce de la exclusión, al confort imaginario que procura el dejar afuera a lo otro. Y no es poco pues este fenómeno se advierte más a menudo de lo que anhelaríamos, cuando pareciera que Lacan no es un nombre del que pueda abusarse en las bibliografías de trabajos de IPA si éstos pretenden circular con alguna suerte.
    Aunque como decíamos, pareciera suceder algo similar en otras partes también. Recuerdo una anécdota que presencié hace no tanto tiempo en la presentación de una colega muy reconocida de la AMP, brillante y muy bien informada, cuando en la discusión de un caso clínico trajo a colación un neologismo, al que describió como un verdadero hallazgo, de una sutileza sin par, el de narcinismo, de quien dijo no recordar quién lo había inventado. Y realmente se trataba de un hallazgo para describir coordenadas clínicas recurrentes hoy en día, sólo que la colega de la AMP “olvidó” a quien se debía ese hallazgo: nada menos que a Colette Soler, analista brillante a la que conocía bien, pero que acababa de ser virtualmente excomulgada de la AMP, poniendo en una situación incómoda a tantos que se habían analizado o habían controlado con ella o que albergaban en sus bibliotecas buena parte de sus trabajos. Y aquí no se trata de construir un nuevo límite imaginario que asegure nuestra consistencia: no fue una maniobra artera ni una ocultación dolosa la de la colega, sencillamente olvidó citarla, lo reprimió en aras de una presumible aceptación. A eso, contra eso, apunta el ejercicio de otro neologismo, toleransia, que Alberto propone. Toleransia ante lo diferente, moneda acuñada de deseo, curiosidad y entusiasmo tributarios de un verdadero final de análisis.
    Creo que hay más allá un paso que se anuncia, aunque quizás no se termine de dar, y es el de considerar el lugar del hereje como el más propicio para el analista. A fin de cuentas, el psicoanálisis es por definición, confesión y origen, mal que le pese, herético. Freud mismo gustaba definirse como un villano herético o como un hereje impenitente. Quizás ése sea un lugar a resguardar, el del hereje, opuesto a toda ortodoxia, como si psicoanálisis ortodoxo constituyera un verdadero, peligroso aunque quizás inevitable oxímoron que una y otra vez debemos detenernos a cuestionar.
    El amable Cabral entonces, herético y sonriente nos enseña en este libro ese lugar que conviene al analista, refractario a las mayorías, extranjero, ese lugar ni demasiado expuesto ni confortable, ese lugar que soporta el horror de la castración del Otro sin el remedio infalible de la risa, ese lugar encarnado en la preposición “y” en vez de “o”, que sortea el eclecticismo sin renunciar por ello a recuperar lo mejor de una tradición en el sentido que le da Hanna Arendt al término, es decir tanto recepción como cuestionamiento.