Presentación de “Filosofía de cámara”, de Diana Sperling

Hay alguna osadía en Diana al permitirme presentar su libro. Salvo que se trate de un gesto de amistad tan sólo –del cual ustedes vendrían a ser en este caso víctimas- hay cierto coraje pues soy un neófito absoluto en temáticas filosóficas. Sí puedo ser lector curioso, vocacional, turistico incluso, pero en ningún modo especialista y ni siquiera estoy munido de la plataforma de conocimientos centrales en una disciplina que tiene al menos veinticinco siglos de existencia. Ahora bien, quizás no se trate de coraje ni de amistad –no tan sólo al menos- a la hora de elegir un outsider para presentar su último libro, sino de la encarnadura en acto de un rasgo de su enseñanza, presente también aquí: la conveniencia de una lectura ajena, lateral, extranjera de los textos. También es cierto que esa lectura es privilegio y deber de cualquiera aún de los especialistas, pero podemos convenir en que, en mi caso lo opcional se torna obligatorio. Siempre es bueno acercarse a un texto sin olvidar la extrañeza, la arbitrariedad de las palabras que uno lee, de sus sonidos, de sus combinaciones. Cuando uno lee en otro idioma, tal posición es inevitable y quizás eso haya decidido a Diana a invitarme a estar aquí. Aunque quién sabe, quién podría saber algo acerca de los designios de una mujer…
Ahora bien, ¿por qué aceptarlo? Podría haberme negado, no lo hice. También podría argumentar que por amistad, o por algo que no termino bien de decidir si es coraje o caradurismo. ¿Qué hace un psicoanalista presentando un libro de filosofía? He llegado a una conclusión preliminar que deseo compartir con ustedes: Filosofía de Cámara no es un libro de filosofía.
Entonces, si no es eso, puedo presentarlo. Veamos: qué es este libro. Es más fácil decir qué no es: ni filosofía ni judaísmo ni ley ni narrativa ni poesía pero todo eso también. Y profundamente psicoanalítico. La frecuentación de amigos y discípulos analistas ha dejado marcas en Diana (nada es gratuito en esta vida) y lo que dice, el lugar desde el que lo dice también, resulta analítico hasta el tuétano, como si el psicoanálisis no fuera, deslindándose también, sino uno de los últimos eslabones de cierta filosofía de la alteridad, de la sospecha, de la extranjería que Diana encarna y sabe transmitir.
Filosofía que no resulta ser filosofía, no análisis que resulta serlo, cercanía con lo judío (a diferencia de las otras mujeres filósofas) que sin embargo no es religión, algo que de tan particular resulta general, es paradojal el abordaje requerido para acercarse a este texto. Estructura paradojal que alcanza incluso al nombre de su autora: es paradójico que sea alguien que porta el nombre latino de la griega Artémis quien se ocupe de rescatar esa filosofía judía oculta, forcluida de alguna manera tras el pensamiento griego que ha acuñado a Occidente. Y quizás no podría ser de otra manera, quizás algo de esa estructura paradojal refleje como ninguna otra al sujeto humano. Después de todo, decía Borges, todos en Occidente somos de alguna manera griegos y judíos.

Femineidad.
No son muchas, se sabe, las voces femeninas en la milenaria historia coral de la filosofía. Las pocas que hay, parecieran entrar de contrabando en un territorio viril, travestidas.
En el siglo XX, quizás más propicio a que las ideas de filósofas mujeres encuentren alguna cabida, al menos más propicio que la Edad Media, tampoco abundan los nombres: Edith Stein, Simone Weil, Hanna Arendt… por qué no Diana…
Y aquí aparece un elemento curioso pues ese raro cruce, raro en tanto extraño y en tanto espaciado, entre Femineidad y Filosofía, aparece una tercera vía: todos estos nombres guardan alguna relación con el judaísmo (ese espacio héteros, tan afines entre sí como con el lugar del psicoanalista). Con variantes, claro: tanto Edith Stein como Simone Weil navegan hacia el cristianismo, la primera de ellas incluso al punto de convertirse en monja (lo que no impidió que sea exterminada en Auschwitz) e incluso en Santa de la Iglesia Católica. Hanna Arendt, para quien su judaísmo, como tantos alemanes tan ilustrados como asimilados, era un dato anecdótico hasta cobrar conciencia de la persecución. Si me atacan en tanto judía, pensaba, hay que defenderse en tanto judía. Un paso más allá lo da Diana, quien desde una perspectiva no religiosa guarda con el judaísmo una relación entrañable (vincular con entrañas, buscar etimología). Filosofía-Femineidad-Judaísmo.
p.98 aspecto femenino de Dios, advertido por una mujer

Judaísmo.

El plan del libro
Fractalidad
Rompecabezas cuyas piezas no tienen una sola manera de encastrar sino muchas, y en cada una de ellas forman distintas figuras, en las que puede reconocerse el lector en su genealogía humana. Me resisto a considerar las múltiples figuras en las que puede cobrar este libro como las de un caleidoscopio pues allí se trata de la belleza de la simetría, de la buena forma la que muta de una estación a otra, sorprendiéndonos siempre. Aquí no se trata de esa belleza en donde no falta nada, sino más bien la belleza de lo incompleto, de lo inconcluso, la belleza de la asimetría y la desgarradura. Se trata de un libro que pueden ser muchos, pero ninguno de ellos deja la sensación de ser “el” libro, como si tal cosa, en verdad no existiera. Un libro deconstruido (ver ese concepto).
Hacer, dibujar un mapa de relaciones, una galaxia índice, un ejercicio para encontrar quizás el centro de gravedad del texto para la autora quizás diferente al de cada lector, contar el capítulo con mayor número de remitencias internas

Hay un hilo conductor, marginal y paradójico pues lo que hilvana es lo marginal dejando en el centro una colección de relatos, de comentarios bíblicos muchas veces como si fueran perlas, cuentas que se cuentan sin embargo de una en una. Pero la imagen no es suficiente: sería más bien una colección más que un collar siempre demasiado unido y cerrado sobre sí mismo. Se trata entonces de una colección de objetos valiosos, de pequeños relatos, de estampillas antiguas o de piedras preciosas enmarcadas desde los márgenes por la reiteración de un motivo, como los lieder en las óperas, que se repite de distintas maneras y hace surgir, como si de una cámara negra se tratara, las luminosas figuras dibujadas por Diana.
La cómoda separación del margen y del centro se hace trizas. La tipografía acompaña señalando la enunciación del texto.

Se sabe, los grandes maestros del psicoanálisis lo han dicho de algún modo, que esta disciplina no podría haber surgido fuera de la tradición judía. Freud, tan judío como ateo, abrevó en esa tradición sin duda y sería posible hacer, se han hecho, lecturas del psicoanálisis en las que se pesquisa esas marcas. Pero lo que en este libro sucede es algo distinto pues aparece alguien que pretende escribir filosofía talmúdica, que maneja las fuentes y las interroga, las descama para hacerles soltar sus verdades, y en esa lectura el psicoanálisis no parece estar ausente. No a la manera de un psicoanálisis salvaje aplicado a la Biblia, de hecho la autora no es, ni pretende serlo, psicoanalista. Pero sí resta la impresión de que estos comentarios bíblicos están tan preñados de los descubrimientos o las invenciones teóricas del psicoanálisis como podrían estar los textos freudianos influenciados por las fuentes bíblicas o griegas. La Biblia revisitada por el psicoanálisis de la mejor manera, la herética: una mujer, no psicoanalista.

Siempre he pensado que hay dos escuelas de lectores, las de quienes rinden culto a los libros y las de quienes los profanan. En la primera, militan aquellos que jamás los subrayan ni pliegan las hojas ni dejan señales de café o flores marchitas entre sus páginas. Suelen leer sobre mesas o escritorios, encuadernar sus libros con tapas duras y ordenarlos con cierto escrúpulo en sus bibliotecas. En la otra, la de los profanadores, los libros son textos que cada lector coescribe con el autor, por lo que se le hace imprescindible subrayarlo, marcarlo, rayarlo, dejar sus señas personales para cuando alguien, él mismo quizás, vuelva a recorrerlo. Sus libros suelen estar por el piso, amontonados, por todos lados. (También leemos el final al principio, y volvemos sobre sus páginas o nos salteamos algunas). En verdad, no es ningún secreto, los profanadores de libros les rinden un culto especial en el que entienden que el libro guarda un lugar donde se aguarda la marca de cada uno de ellos.
Hay autores que saben eso quizás y escriben libros para ser profanados.
El problema es que la escuela de los profanadores, entre quienes me enrolo, precisa contar con textos aptos para ser profanados: impolutos, ordenados, prolijos, con un hilo. Y nos hallamos aquí con un problema, pues éste es un libro que está escrito para ser profanado: no hay manera de leerlo de otro modo.
Un texto tan héteros que termina, como para recordárnoslos, con un texto de otro autor.

También es paradójico un texto que comienza con instrucciones de lectura, como si se tratara de un artefacto mecánico, sólo para decir que no hay instrucción, que cada uno lee como quiere, por donde quiere. No nos da siquiera, a los profanadores de textos, la posibilidad de violar las instrucciones pues la única instrucción de un libro heterodoxo es la de hacer lecturas heterodoxas. Sí aclara con sinceridad su pretensión: la de construir un texto de filosofía escrita, leída y pensada a la manera talmúdica.
Quizás pueda entenderse este texto como un libro arrancado a otro mayor, al que remite y donde se hallaría su clave de lectura. Ese Otro libro podría ser la Biblia hebrea o podría ser la inmensa biblioteca a la que Diana rinde tributo a veces sin mencionar la siquiera o podría ser también la Historia de la Filosofía signada, moldeada por el pensamiento griego. Todo eso es cierto y a la vez no pues hay una formidable biblioteca tras este texto parco en citas y que se lee como un libro de cuentos pero a la vez no la hay. Los fragmentos de textos insinúan un lugar donde lo fragmentario se completaría pero no es así: en lo fragmentario está su médula. Inconcluso por definición, el libro podría haber terminado un poco antes o un poco después, con más o con menos páginas, pues es una colección de fragmentos ignorantes de las más elementales nociones de principio, desenlace y fin. No obstante, y he aquí otra nota paradójica, esos fragmentos se leen como relatos donde la intriga no está ausente, así como no está ausente una rara belleza, no solo la estilística, que también está, sino la belleza de lo roto, de lo ruinoso y fragmentario y en tanto tal abierto al porvenir.
Tengo la sensación que cualquier intento de fijar una lectura de este libro, como podría ser esta presentación, está condenado sin remedio a la provisoriedad y al fracaso. Pero ésta quizás sea, a fin de cuentas, una apuesta por el fracaso de la autora, quien nos obliga otra vez a leer de nuevo, a llenar sus márgenes de notas, subrayados y flechas, a ensuciar y arrugar sus páginas, ya no para profanar un libro que no se ofrece como sagrado, sino para dejar nuestra marca de lector allí .
Con osadía, Diana dialoga con interlocutores, en un diálogo por suerte inconcluso e iconoclasta, rindiendo tributo o cuestionando, desprendiendo a la filosofía de cualquier pregnancia religiosa, encontrando en lo supuestamente religioso la veta filosófica, (cuestiona a Lacan) siendo tan irreverente en sus cuestionamientos como asumiéndose deudora de una tradición (citar autores). Trae textos clásicos a nuestras perplejidades posmodernas a la vez que ilumina esa letra que podría coagularse amparándose en sus autores. Conversa con la tradición, debate en ese texto intersticial, con el suficiente espacio en blanco para encontrar nuevas razones y anotarla, lejos de cualquier reverencia religiosa lo cual, tratándose de un texto que toma innumerables referentes bíblicos, no es poca cosa.
Contra el paganismo, por un lado, y a la vez despojando al monoteísmo de su contenido religioso.
Es un texto extranjero porque lo humano se constituye, dice, desde esa extranjería radical (“carácter constitutivamente extranjero de lo humano” p. 71 )
El destinatario del libro es cualquier lector inquieto, en tanto homo legens p. 77

p. 92 subrayado
Lectura y tra(d)ición!!!

Lo que hace Diana, al evitar las referencias y citas, incluso los nombres de los autores en quienes abreva y renueva, es recrear algo de lo que su texto carece, recrearlo sin llenar esa laguna: pretende hacer filosofía talmúdica pero el Talmud se construyó a lo largo de siglos por múltiples voces. La de Diana encuentra quizás en ese recrear voces propias y ajenas, distinguibles por momentos, fugazmente, la manera de mostrar en acto esa carencia, de lidiar con ella haciendo surgir esa comunidad inconfesable de voces entre las que se cuentan… … …… (agruparlas por pares contradictorios) mostrando a la vez la imposibilidad de cegarla. Y otra vez la paradoja de una voz absolutamente singular, en la que se escucha, como si fuera el rollo de un organillero, una tras otra, articulándose y desmarcándose a la vez, las de ……